Opinión
Dicen los melómanos que maneja las dos manos con un primor tan exquisito que parecen hablar cuando dirige; que después de Karajan no ha existido nadie más completo, aunque me temo que eso lo dirán siempre con el dudoso permiso de Abbado, Barenboim, Maazel y algún otro maestro porque tampoco estos enormes directores son o han sido “mancos”. Me estoy refiriendo al autor de la frase que encabeza este escrito, al director de orquesta napolitano Riccardo Muti, quien a sus sesenta y seis años acaba de dirigir por quinta vez el Concierto de Año Nuevo celebrado en la gran sala del Musikverein vienés. Muti es el director que ha mantenido una vinculación más estrecha con esta afamada orquesta, dirigiéndola en más de quinientos conciertos.
En cierta ocasión, nuestro protagonista dio un recital de piano en una prisión de Lombardía. Uno de los internos, admirado por su interpretación le preguntó porque no componía música para presos, y el maestro le contestó: Tiene razón, para entender la música clásica no hace falta ser un privilegiado social, solamente hay que tener sensibilidad, “yo solo creo en la aristocracia del alma”. La expresión, admirable por lo mucho que encierra y significa posee un calado muy profundo pues hace referencia a una síntesis de la grandeza del ser humano y a una verdad universal. Dos hombres que a pesar de la enorme distancia existencial y quizá cultural, sintonizaron a través de la música y de su sensibilidad.
La historia del hombre siempre ha estado marcada por los estúpidos prejuicios de las insoportables clases sociales; hoy, esta arcaica mentalidad se encuentra superada en la parte del mundo en que vivimos pero continúa imperando igual de infame en otras partes de la tierra. Aún existen quienes dudan de que todos los seres humanos seamos idénticos en dignidad. A estos estúpidos les diré algo que resulta evidente: La sangre de todas las personas es de igual color e igual de valiosa porque el plasma de un paria de la India puede salvar la vida del personaje más poderoso de la tierra; es lo que tiene la sangre, que nos iguala a todos. Es la vanidad la que hace creer a unos cuantos que pueden estar un milímetro siquiera por encima de los otros. La aristocracia social, esa casta imaginaria que basa la grandeza de su identidad en la de sus antepasados.
La aristocracia real, es la aristocracia interior, la aristocracia del comportamiento y de la sensibilidad, sobre todo en las acciones hacia los demás. Una elegancia que es meramente personal e intransferible y que no es fruto de los genes sino de la actitud de grandeza, que nace y muere con cada uno. La vida nos lo testifica; la altivez en el comportamiento de las personas nada tiene que ver con los títulos heredados que nos adornan, sino con los títulos que por el comportamiento los demás nos reconocen.
En una cárcel un preso fue capaz de captar la delicadeza de unas manos al piano y el pianista captó de inmediato la sensibilidad de quien lo escuchaba. En nuestro alrededor, todos conocemos también a personas que nos han ofrecido alguna vez una auténtica “tesis doctoral de elegancia y sensibilidad existencial” aunque la vida les haya puesto ante la triste barrera de la incultura, mientras que otros teniendo un folio de títulos aristocráticos no son siquiera capaces de captar la belleza de una puesta de sol en el verano, ni apreciar la grandeza de la dignidad de todo ser humano. Sí maestro Muti, la aristocracia y la grandeza, no está en los apellidos sino en el alma y en el buen nombre de cada uno de nosotros.
Este director napolitano, finalizado el Concierto de Año Nuevo declaró ser esta la última vez que lo hacía; pero a renglón seguido expresó también: existen dos clases de personas a las que no se debe hacer caso, a los directores de orquesta y a los críticos musicales. Bravo por el maestro Muti.
Fermín Gassol Peco.