Director: John Ford
Intérpretes: John Wayne, Natalie Wood, Jeffrey Hunter, Ward Bond, Vera Miles, John Qualen, Olive Carey, Henry Brandon, Ken Curtis, Harry Carey Jr., Hank Worden, Walter Coy
Sinopsis: Texas. En 1868, tres años después de la guerra de Secesión, Ethan Edwards, un hombre solitario, vuelve derrotado a su hogar. La persecución de los comanches que han raptado a una de sus sobrinas se convertirá en un modo de vida para él y para Martin, un muchacho mestizo adoptado por su familia.
Este domingo 22 de diciembre a las 15:30 h. en CMT.
Tengo la inmensa fortuna de que me gustan absolutamente todos los géneros cinematográficos por igual siempre que proporcionen lo mejor de sí. Me gusta el CINE por encima de cualquier otra consideración o filiación, como me gusta el FÚTBOL por encima de reconocerme un madridista irredento, pero debo admitir que hay dos por los que siento una especial debilidad: las buenas historias de amor y el western clásico americano.
Son 50 años de mi existencia contemplando cabalgadas a la luz de la luna, duelos al sol más abrasador, en la alta sierra o en establos al amanecer, huidas desesperadas a perdidas necrópolis indias de parejas juntas hasta la muerte, Johnny Guitarras al reencuentro de olvidados amores que en realidad no languidecieron jamás, tipos errantes en búsquedas o no de estrellas solitarias, grupos salvajes, diligencias al encuentro de inaplazables compromisos, magníficos socorriendo a desheredados, niños que reclaman el calor de amistosos pistoleros heridos que se desvanecen ante la llamada de las lejanas colinas, hombres que edificaron carreras falsas carreras políticas y leyendas matando a desalmados forajidos, trompetas o tambores lejanos, jinetes pálidos con o sin perdón, el Séptimo de Caballería acudiendo siempre al rescate aunque alguna vez murieran con las botas puestas, crepúsculos más allá de quiméricos el dorados, ríos bravos o rojos, individuos en perpetuo estado fronterizo, valientes que en su crepúsculo andan solos, invencibles legiones que llevan cintas amarillas como distintivo, vengadores solitarios o sin piedad, flechas rotas, praderas sin ley, horizontes de grandeza, estaciones comanches, otoños cheyennes, soldados que bailan con lobos, resistentes ancianos con valor de ley, fort apaches o bravos, exploradores en tierras salvajes o enérgicas chicas de saloon de buen o mal vivir según se entienda la misa.
Constituyen algunos aditamentos, condimentos, figuras e icónicas imágenes que convierten a este género en único, que conforman la educación sentimental de este peter pan que jamás se atrevió a dar el estirón como buen y fidedigno émulo del héroe, o en el fondo tal vez cobardica, de las mallas verdes. Con la peculiaridad de ser el más puro y genuino de todos los existentes, pues nunca con mayor razón y certificado de credenciales se hace cierto el concepto del Séptimo Arte como genuina y pura imagen en movimiento, con la cámara girando sobre su propio eje. El musical también puede ser considerado dentro de estas premisas.
Todo este preámbulo para indicarles que, al igual que tantos otros simples aficionados o cineastas consagrados, CENTAUROS DEL DESIERTO es el western por antonomasia, mi favorito de cualquier tiempo o lugar, la Biblia de los mismos. Precisamente por ello, no quiero apelar o tirar excesivamente de datos sino de sensaciones perdurables, de impresiones grabadas a fuego vivo o lento, esas mismas que me provocan siempre el visionado de esta descomunal, colosal, homérica –esta es la mejor reedición posible de la Odisea contemplada en el siglo XX-, poética y ciclópea película en la que se juntaron, de nuevo, el mejor actor y el mejor director posibles.
Ambos fueron fundamentales en construir un poema agónico, desolador, cosido a base de imágenes de cegadora belleza. En elevar la tragedia a su máxima categoría ambientándola en el lejano/cercano Oeste.
Ha sido o es el favorito de Spielberg, Welles, Lucas, Scorsese o tantos otros genios de este impagable invento. Todos ellos han destacado una poética visual y ética verdaderamente únicas, irrepetibles. Seguramente Clint Eastwood lo tuvo muy en cuenta, muy presente en la composición del viejo cascarrabias de GRAN TORINO. Pero sin mimetismos, absorbiéndolo y centrifugándolo adecuadamente, imprimiendo su propio sello.
Es la demostración, para quien esto escribe incontestable, de que Wayne ha sido el actor más grande en esto de atravesar una pantalla, dotado de una fisicidad inabarcable, imponente. Todo un personaje que trascendía a sus personajes, los vampirizaba, los hacía suyos.
Su complejo, obsesivo, racista, inadaptado Ethan Edwards, finalmente vulnerable en su perpetua soledad, pues la rabia y la permanente derrota en todos los campos de batalla, incluidos los sentimentales tal vez le otorgaron una cubierta no del todo ajustada a su verdadera esencia, ha quedado profundamente impresa en las antologías. Su mimetización agónica, titánica, sensible, sin pizca de afectación alguna, épica, va alojada en mi memoria sin posibilidad de olvido salvo que alguna devastadora enfermedad de la memoria pudiera provocar alguna de las suyas.
Entre decenas, quiero destacar una secuencia que define alguna de las ingentes virtudes del cine de Ford y del gran cine norteamericano, tal como es su capacidad de síntesis y sugerencia. Me refiero a la manera con que la cuñada coge su guerrera, cuando éste llega al principio al hogar de su hermano. Son apenas unos segundos, pero la forma en que lo hace y es contado, explica que en el pasado ha habido un volcán amoroso de grado diez en la escala Richter. La constatación de una pasión cuyos rescoldos no han acabado de consumirse y seguramente jamás lo harán pese al tiempo transcurrido.
Pero, además, ofrece galopes y cabalgadas por ese Monument Valley de una emoción difícil de expresar en toda su magnitud, escarceos filmados con la habitual maestría de su director, sin renunciar en ningún momento al sentido del humor (el pasaje con la esposa india que hoy en día podría ser tildado de machista en algún momento puntual, posee una indudable gracia), sobre todo en lo referido al romance surgido y no del todo asumido entre Vera Miles y Jeffrey Hunter. Elípticas y cruentas puestas de sol, indios, parte de la compañía estable fordiana, luz, vida, tierra rojiza, son parte de la sal y pimienta de una inagotable saca de especias de todo tipo.
Y luego está ese plano con el que se abre y cierra la película, circular, capicúa, a propósito de una puerta en la que Wayne entra o sale siempre solo, (auto) desplazado, sujetándose el brazo, finalmente recluyéndose de nuevo en su soledad, en su desarraigo, en su inadaptación, en su fracaso dignamente paseado, volviendo probablemente a la búsqueda de no se sabe muy bien qué. No deja de constituir un homenaje a un actor muy querido por Ford, con el que había trabajado en numerosas ocasiones en la época muda y con el que una vez fallecido continuaría posteriormente la relación a través de su hijo llamado igual, Harry Carey Jr.
Hermosísima a rabiar, casi testamentaria como prácticamente la mayor parte de la última etapa de su autor, conmovedora hasta el corvejón, inalterable al paso del tiempo, eterna.
José Luis Vázquez