Opinión
Piel terrenal que permanece omnipresente, que nos sigue a todas partes por muy lejos y deprisa que vayamos, por mucho que subamos o bajemos, por oscuros que sean los caminos, por altas que nos parezcan las montañas o profundos nos parezcan los abismos.
Hombre y suelo, seres pegados, abrazados, fecundados, unidos desde Adán por genética y raíces, por sueños y sombras, por entereza y tierra firme, por generosidad y frutos abundantes, por la realidad y el horizonte; sudor y barro, origen y final de la existencia.
Es el suelo el que da entereza al hombre y es el hombre quien da sentido al suelo, es la tierra la que ennoblece al hombre y es el hombre quien hace fructífero al asfalto. Hombre y suelo, tierra y carne en ancestral alianza de color inmaculado que huelen a vendimia, a pan de trigo y de cultura, a aromas de aire y libertad.
Diariamente utilizado por todos sin medida desde que el hombre pisó la tierra es el límite de todas las realidades y los sueños, el cielo que tocamos, inmediato y cotidiano; como decía Machado,” nunca perdáis contacto con el suelo para tener una idea aproximada de vuestra estatura”. Nada mejor que el suelo como medidor común y universal de nuestras dimensiones personales; todos a la misma altura sin falsos púlpitos, estrados ni escenarios pero cada uno exponiendo ante los demás la suya propia. Porque son los demás aquellos que nos miden y saben de nuestra verdadera y auténtica estatura.
El suelo como punto de partida y meta común de todos los mortales en esas etapas contra el reloj que marcan nuestras vidas y en las que cada cual se eleva cuanto puede pero al que al fin todos acudimos para descansar del largo día de afanes y esperanzas como lecho generoso donde podemos volver a ser felices.
Y después cuando dejemos el arado y regresemos al lugar del que partimos solos quedarán los surcos preparados para que otros mañana o quizá nunca recojan lo sembrado y lo que fuimos.