jueves, 28 de marzo

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Cultura

Prisionero Nº 119.104

Por Alejandro G. Calderón

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Foto: cuadro "El caminante sobre un mar de nubes" , de Friedrich

¿Por qué no te suicidas? Piensa en ello. Es una pregunta que resuena en nuestras cabezas como ondas en un estanque. Es una pregunta que nos pone frente a un espejo al cual no todos estamos dispuestos a mirar. No obstante, se relaciona con algo real, que ocurre a diario, de forma silenciosa. Pero el silencio de la muerte deliberada se traduce en la atronadora cifra de 800.000 personas al año. Las patologías mentales siguen siendo subestimadas y prácticamente un tabú, en la era de los colorines, las charlas motivacionales y Mr. Wonderful, eso es una realidad, sobre la que quizás me extienda un poco más en artículos venideros. Pero hoy vengo a hablar de una historia real que ninguna taza motivacional hubiera evitado: la de un psicólogo, en un campo de exterminio.

Viktor Frankl, fallecido en 1997, fue catedrático de Neurología y Psiquiatría en la universidad de su ciudad natal, Viena, así como doctorado en Medicina y en Filosofía. Sus quehaceres como investigador y divulgador darían para mucho más, pero bastaría con decir que a lo largo de cuarenta años dio conferencias en multitud de universidades relatando las experiencias que finalmente germinaron en su tesis: la logoterapia (llamada “Tercera Escuela Vienesa de Psicología”, sobre la base del psicoanálisis de Freud y la psicología individual de Alfred Adler). Él solía hacer la misma pregunta del inicio a sus pacientes cuando llegaban a la consulta, y de sus respuestas (una vez superada la impresión de quien escucha semejante cuestión de aquella persona de la que espera recibir consuelo) extraía diversos elementos, con los cuales empezaba su terapia. He ahí el logos (sentido), integrado por tres preceptos: libertad de voluntad (la de cada persona para tomar decisiones por sí misma), libertad de sentido (toma de conciencia del ser humano como ser racional único en el reino animal y vegetal) y sentido de la vida (que, si bien puede escaparse a nuestra percepción, se encuentra presente en cualquier circunstancia).

Su obra cumbre, de la que vengo a hablar hoy, no es otra que la celebérrima “El hombre en busca de sentido”, un análisis, desde la perspectiva de un psiquiatra, de la trayectoria vital de un prisionero en un campo de concentración. Pero su investigación fue mucho más empírica o “de campo”, valga la redundancia, de lo que cabría esperar. Viktor Frankl fue capturado en 1943 junto con su familia y su esposa, e internado en Auschwitz, siendo trasladado posteriormente al campo de Dachau, entre otros, hasta su liberación en 1945. Hablamos, por tanto, de un crudo, pero muy interesante relato psicológico de la vida diaria de un prisionero, y paralelamente, de la búsqueda (y hallazgo) del autor al sentido de su propia vida tras perderlo todo, incluyendo a su familia. En él encontraremos el relato de como mucha gente, vencida por el pesimismo, se lanzaba contra las alambradas (electrificadas) o se abandonaba a la tristeza, muriendo entonces de una u otra forma, en cuestión de días. El mismo autor, relata, tuvo el deseo de terminarlo todo, pero su vida adquiere, en el ocaso de toda esperanza, un sentido a través de sí misma: la redacción de su tesis, nuevamente, tras ser destruida por un soldado a su llegada al campo.

Un libro que aconsejo encarecidamente a todo el mundo leer al menos una vez, ya sea por curiosidad o por necesidad. No alberga ninguna revelación, ni una solución a los problemas de la vida, pero sí una semilla de reflexión para encauzar emociones que a veces se escapan a nuestro control.

Y es que el sentido puede estar en cualquier sitio, si adaptamos nuestra vista. Puede hallarse en la música, en la literatura, en una escultura renacentista, en un viaje a solas, en una hoguera bajo una noche estrellada, en un paseo bajo la lluvia, en la compañía de las personas que nos rodean, en una conversación de madrugada, o en una simple mirada. El logos es todo aquello que hace que la vida merezca la pena ser vivida.

Busquémoslo entonces.

“Cuando uno se enfrenta con un destino ineludible, inapelable e irrevocable (una enfermedad incurable, un cáncer terminal…) entonces la vida ofrece la oportunidad de realizar el valor supremo, de cumplir el sentido más profundo: aceptar el sufrimiento. El valor no reside en el sufrimiento en sí, sino en la actitud frente al sufrimiento, en nuestra actitud para soportar ese sufrimiento.

Citaré un ejemplo muy claro: un doctor en medicina general me consultó sobre la fuerte depresión que padecía. Era incapaz de sobreponerse al dolor por el fallecimiento de su esposa, con quien compartió un matrimonio excepcionalmente feliz. Su esposa había muerto dos años atrás. ¿Cómo podía ayudarle? ¿Qué decirle? Me abstuve de comentarle nada y, en vez de ello, le pregunté: “¿Qué habría sucedido, doctor, si usted hubiera muerto primero y su esposa le hubiese sobrevivido?”. “Bueno, - dijo – para ella habría sido terrible, ¡sufriría muchísimo!” Ante lo cual le repliqué: “Lo ve, doctor, usted le ha ahorrado a ella todo ese sufrimiento: pero para conseguirlo ha tenido que llorar su muerte y sobrevivirla.”

No dijo nada, me tomo la mano y, quedamente, abandonó mi consulta. El sufrimiento deja de ser sufrimiento, en cierto modo, en cuanto encuentra un sentido, como suele ser el sacrificio.”