jueves, 28 de marzo

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Opinión

Populismos: La gente y la casta

Por Fermín Gassol Peco

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Siempre que hacemos referencia de una manera coloquial al concepto de “gente” es para significar a un número indeterminado de personas sin pretender mayores matices, a un grupo que conforma un colectivo anónimo mayor o menor. La idea de gente es en consecuencia tan amplia como confusa pues se trata de una realidad que conformamos todos.

En las dictaduras la gente son los súbditos, aquellos que obedecen lo que dictan unos cuantos de una manera pasiva. En una democracia sin embargo, la gente se identifica con la ciudadanía, es decir el súbdito pero con nombre y apellidos. La diferencia entre súbdito y ciudadano se sitúa en la parcela de lo público; el ciudadano es el súbdito que adquiere la mayoría de edad para participar en las decisiones político sociales. De ahí que todo el colectivo que compone una determinada sociedad democrática es gente. Nadie escapa a tal concepto y realidad. Y por ende, la conforman todos los votantes pues sus papeletas tienen idéntico tamaño, peso y valor democrático.

Pero ante algo tan palmario, resulta que hace unos años aparecieron en el panorama político europeo unos grupos incorporando en sus discursos y peroratas dialécticas de manera recurrente la palabra gente, llenándoseles la boca y acuñando como propiedad política este concepto. La gente, colectivo anónimo, sin identificación individual, como grupo indeterminado de personas a las que parecen representar en exclusiva. De manera que para los populistas quienes votan a otros partidos no es gente, es casta. Esto determina que “la gente” políticamente hablando nazca con ellos y en consecuencia que hasta ese momento la verdadera democracia no existiera porque esa “gente” no estaba representada en ella.

 Es la falacia en la que se basan los populismos. En la trampa de recortar con tijeras ideológicas a la ciudadanía separando a los suyos, a los demócratas etiqueta negra de aquellos que tienen apariencia pero no lo son del todo.

Los populismos se basan en una premisa errónea: erigirse como los representantes reales y morales de la democracia con la exclusión de todos aquellos que no aceptan su pensamiento único.

Los populismos, versión actual del totalitarismo, se aprovechan de los defectos que presentan las democracias para ante el descontento de los votantes, utilizar el rio revuelto e intentar hacerse con el poder de las  instituciones para darles cerrojazo. Un viejo truco tantas veces utilizado a través de los dos últimos siglos. La prueba de que no suponen un avance social está en que aquellos países más evolucionados y cultos, apenas los contemplan.