viernes, 29 de marzo

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Opinión

Asuntos de supervivencia

Por Aurea L. Lamela, psiquiatra

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Cuando una víctima de un secuestro desarrolla un tipo de vínculo de agradecimiento hacia su secuestrador estamos hablando del síndrome de Estocolmo. Prefiero empezar con esta simplificación antes de exponer las complejidades psicológicas que se generan en situaciones extremas.

El síndrome de Estocolmo, por tanto, se presenta cuando la persona se ha identificado de manera inconsciente con su captor durante una retención en contra de su voluntad. La persona retenida desarrolla una relación de complicidad y de unión emocional hacia quien la ha secuestrado apropiándose de su vida. A veces se da a entender que es lo habitual, como si una cosa condujera a la otra. Pero no. Cuando alguien ha sido víctima de un secuestro no suele desarrollar un vínculo afectivo ni comprensivo hacia quienes le han retenido. Lo usual es sentir desprecio, odio o indiferencia hacia los raptores. La mayoría no desarrolla el Síndrome de Estocolmo.

El nombre proviene de un secuestro que se produjo en 1973, en Estocolmo, durante un atraco a un banco. El atracador tuvo que tomar como rehenes a empleados del banco durante varios días. Los rehenes fueron tres mujeres y un hombre que durante el secuestro fueron amenazados y llegaron a temer por su vida. Llamó la atención que al ser liberados mostraran comprensión hacia sus secuestradores y estuvieran más de parte de ellos que de la policía que los liberó. El síndrome de Estocolmo lo acuñó Nils Bejerot, un psiquiatra y criminólogo sueco que actuó de mediador entre la policía y el atracador en las negociaciones respecto a los rehenes.

Estas reacciones paradójicas de los secuestrados merecieron un análisis de lo que les ocurre y qué mecanismos intervienen en ello. Una de las conclusiones es que, cuando una persona es privada de libertad y retenida en condiciones de aislamiento y en compañía exclusiva de sus captores, por supervivencia, puede llegar a desarrollar un lazo afectivo hacia ellos. Es una reacción psicológica derivada de la extrema situación de dependencia de las víctimas respecto a sus captores. Asumen las ideas o razones que los secuestradores tienen o argumentan para privarlas de libertad. Es una salida desesperada e instintiva a su situación. Se identifican con su agresor porque es la única manera de sentir algún control sobre lo que les está ocurriendo; por esto, al síndrome de Estocolmo también se le llama síndrome de Identificación de Supervivencia. Se favorece si los secuestradores no se comportan con crueldad.

No es un fenómeno psicopatológico ni es un diagnóstico. Es un comportamiento determinado ante una situación concreta, no un proceso psicopatológico como tal. Hay incluso quien duda de su existencia. La mayoría de las personas que fueron secuestradas, después de liberadas, presentan un trastorno por estrés postraumático y un trastorno depresivo de adaptación.

La reacción defensiva psicológica que subyace al síndrome de Estocolmo explica también cómo se llegan a soportar muchas otras situaciones límite. Como son los casos de mujeres maltratadas (síndrome de Estocolmo doméstico), niños víctimas de incesto, supervivientes de campos de concentración, miembros de sectas o prostitutas retenidas por mafias.

Alonso Fernández, catedrático emérito de Psiquiatría de la Universidad Complutense de Madrid, señala que muchos secuestrados experimentan una regresión a la infancia, provocada por el miedo y la extrema situación de dependencia que les lleva a buscar protección en su secuestrador. Adoptan interiormente la imagen de la persona temida y la revisten de sentimientos positivos, con lo que se neutraliza el temor hacia ella. Por otra parte, para preservar los sentimientos de afecto que sienten hacia otras personas, y que son valiosos y necesarios para el secuestrado, los desvían hacia el secuestrador. Los depositan en ellos para no perderlos.

La víctima que está a merced del secuestrador puede llegar a sentir agradecimiento solo porque no acaba con ella. Es bueno conocer estas reacciones porque los secuestrados necesitan comprensión y sus allegados ven irracionales los argumentos con que disculpan a sus captores.

Sin llegar a desarrollar el Síndrome de Estocolmo, es frecuente que al principio, recién liberados, no muestren tanto rencor hacia los secuestradores como cabría esperar, ni como después lo sentirán. Puede resultar una huida hacia adelante decir “no fue tan malo” cuando todavía no se puede asumir tal infortunio.

En un síndrome de Estocolmo de verdad, han de darse dos condiciones: que la persona haya hecho propias, las actitudes y creencias de los captores y que las manifestaciones iniciales de agradecimiento y aprecio hacia ellos se prolonguen mucho tiempo después de que se haya producido la liberación y de que el cautiverio haya finalizado.

Un ejemplo famoso es el de Patricia Heart, nieta de un magnate de la prensa, que fue secuestrada por un grupo de izquierda en 1974. Poco después se comprometió con las ideas del grupo y participó en sus actividades reivindicativas y guerrilleras.

En definitiva, la inmensa mayoría de las víctimas de un secuestro no desarrollan un síndrome de Estocolmo, sino que sienten rencor hacia su victimario. Les cuesta superar la situación vivida y lo que suelen es tener como secuelas un trastorno por estrés postraumático o una depresión derivada de semejante experiencia. Y si ese sentimiento se asoma, es solo un asunto de supervivencia.