Opinión
Hoy, 24 de abril, es el aniversario del nacimiento de José Antonio Primo de Rivera. Muchos lo evocan como político, como fundador de Falange Española, como figura utilizada por el franquismo o como joven fusilado a los 33 años en un proceso irregular al comienzo de nuestra guerra civil. Pero hoy quiero recordarlo desde otra faceta menos conocida y profundamente reveladora: la de abogado comprometido con la justicia social. Y más concretamente, con la provincia de Ciudad Real.
En 1927, siendo aún un joven jurista y ajeno a cualquier ambición política, Primo de Rivera asumió la defensa legal de más de 10.000 familias campesinas en uno de los conflictos agrarios más importantes del siglo XX en la provincia de Ciudad Real: el pleito por las tierras del Duque de Medinaceli.
Durante generaciones, los vecinos de pueblos como Malagón, Porzuna, Fuente el Fresno, Fernán Caballero, Los Cortijos, Puebla de Don Rodrigo o El Robledo habían ejercido derechos tradicionales sobre esas tierras: pastoreo, recogida de leña, siembra… Una economía de subsistencia sostenida por el uso consuetudinario, respaldada por la Escritura de la Concordia de 1552, firmada con el beneplácito del emperador Carlos I. Pero la venta de estas fincas a nuevos propietarios urbanos e insensibles rompió el equilibrio secular, expulsando al pueblo de su tierra y condenándolo a la miseria.
Fue entonces cuando José Antonio —el abogado, el hombre, el patriota silencioso— se puso del lado de los humildes. Con firmeza técnica y una visión de justicia enraizada en la tradición, defendió los derechos de esos hombres y mujeres olvidados por el sistema. Y lo hizo no por interés ni protagonismo, sino por deber. Así lo reconocieron en Malagón, donde fue homenajeado públicamente. Así lo entendieron miles, que lo vieron como algo más que un abogado: un defensor del mundo rural.
Fue precisamente José Antonio quien asumió la defensa de estos agricultores ante el Tribunal Supremo. Antes del juicio, visitó personalmente los pueblos afectados y les dijo:
“Ya he quedado informado de los antecedentes, ahora tengo que estudiarlo despacio y consultarlo con mi maestro Sánchez Román.”
El resultado fue contundente: el Supremo desestimó el recurso de los nuevos terratenientes el 4 de julio de 1927, dando la razón a los agricultores y anulando la extinción registral de sus derechos históricos. Fue el primer gran éxito forense de Primo de Rivera. Un triunfo del Derecho, de la justicia social, de la España rural frente al abuso.
Y, sin embargo, en 2017, el Ayuntamiento de Malagón —gobernado por el Partido Popular— retiró su nombre del callejero, despojando a la historia de uno de sus símbolos de dignidad. Una fea cobardía. Borrar a Primo de Rivera de Malagón como abogado defensor de humildes, es como borrar al pueblo mismo de su memoria, negar su lucha, traicionar su gratitud.
Hoy, desde estas líneas, no pedimos honores ni placas, aunque las deberia tener por este hecho: exigimos memoria, justicia y gratitud.
Memoria para que las nuevas generaciones conozcan la historia de sus pueblos.
Justicia para que su figura no siga siendo tergiversada por el sectarismo.
Y gratitud —esa virtud tan escasa hoy— para quien defendió al pueblo sin pedir nada a cambio.
Porque la justicia no prescribe. Y la memoria de los pueblos dignos, tampoco.