Opinión
No puede haber democracia plena sin sufragio universal, sin que la mitad de la población ejercite la mayor expresión de la participación en democracia: el derecho a voto. Esto, que hoy nos parece tan obvio aquí en España, no lo es en todo el mundo ni lo fue siempre en nuestro país. Por eso en las Cortes de Castilla-La Mancha, la casa de nuestra democracia autonómica, hemos decidido celebrar el 90 aniversario de la primera vez que las mujeres de nuestro país pudieron acudir a las urnas para elegir a sus representantes en el Congreso de los Diputados, el 19 de noviembre de 1933.
Lo celebramos como lo que fue, la conquista de un derecho político irrenunciable, pero también como un punto de partida que lanzó otros muchos avances en esta larga marcha hacia la igualdad entre hombres y mujeres que todavía hoy nos deja numerosas asignaturas pendientes.
No fue un triunfo fácil. Antes de llegar a las urnas, durante las décadas previas, las mujeres tuvieron que abrirse paso con enorme dificultad en una sociedad diseñada por y para los hombres, que a ellas les reservaba el ámbito doméstico -eran los ‘ángeles del hogar’-. El nuestro era un país en el que el espacio público les estaba vetado y en el que cualquier irrupción en el debate político, ya fuese de manera directa o indirecta -en ámbitos como el periodismo o la universidad-, suponía en el mejor de los casos una excentricidad que provocaba hilaridad, rechazo o desprecio.
No fue una victoria sencilla ni siquiera cuando el viento sopló más a favor, con la llegada de la II República, en la que nuestro sistema actual encuentra un referente tan directo. Es más que conocido el intenso debate que enfrentó dos las posturas partidaria y contraria a que la Constitución del nuevo régimen reconociese el derecho a voto. La disputa más célebre la protagonizaron precisamente dos mujeres progresistas, Clara Campoamor y Victoria Kent. En un Parlamento en el que suponían una inmensa minoría de dos únicas diputadas frente a 470 hombres -meses después de incorporaría la tercera, Margarita Nilken-, Campoamor defendió que sin el voto de las mujeres España sería “una República aristocrática de privilegio masculino” porque todos los derechos emanarían exclusivamente de la voluntad de los hombres.
La perspectiva histórica nos permite simpatizar con el admirable empeño de Clara Campoamor. Sin embargo, al bajar a las circunstancias del momento histórico se entiende la postura de Victoria Kent, la feminista que se opuso a reconocer el voto de las mujeres para no arriesgar muchos de los avances sociales que promovían los partidos de su zona del arco parlamentario. A diferencia de Campoamor, la diputada republicana consideraba que darle el voto a las mujeres, entre las que se presuponía una mayor inclinación hacia las formaciones conservadoras, suponía dejar el destino de la recién nacida República en las manos reaccionarias que se oponían a los avances de las clases más vulnerables y a ampliar otros derechos de las mujeres como el divorcio. Victoria Kent seguramente se revolvía cuando escuchaba desde escaños no tan alejados del suyo decir que el voto femenino suponía “hacer del histerismo una ley”, pero sí defendía el aplazamiento del reconocimiento de este derecho: no por convicción, sino por cuestión de oportunismo. Había que “renunciar a un ideal” -como ella misma sostuvo- para no enfrentarse a las consecuencias.
Fue la posición de Clara Campoamor la que se impuso en un debate que incluso dividió a partidarios y detractores dentro de los partidos progresistas. La Constitución acabó recogiendo el sufragio universal y las mujeres votaron por vez primera en noviembre de 1933. Los cálculos electorales de Kent no iban desencaminados y en aquellos comicios ganó la confederación de derechas CEDA, que ya en el Gobierno frenó las políticas más renovadoras, incluidas aquellas orientadas a avanzar en la igualdad de género. Es más, ni Victoria Kent ni Clara Campoamor resultaron elegidas la primera vez que las mujeres de su país tuvieron oportunidad de votarles.
Observado todo aquello casi un siglo después, alejadas ya las urgencias del momento y difuminadas las tácticas partidistas, el tiempo parece concederle la razón a Clara Campoamor. Y lo hace sencillamente porque hay principios que deberían ser irrenunciables. En determinados momentos se hace más necesaria que nunca la adhesión a los fundamentos de la democracia, una defensa consistente de la igualdad -ya sea entre hombres y mujeres, ya sea entre territorios-, a pesar incluso de que esto suponga renunciar a objetivos prioritarios.
En estos momentos también celebramos debates de esta naturaleza, donde las estrategias se tratan de imponer a la defensa de valores supremos como la igualdad, como ocurría en el contexto en el que Clara Campoamor defendía que el voto para todos y todas era irrenunciable con independencia de los resultados. Y hay también quien escoge el insulto, la amenaza y la deshumanización del adversario con el propósito de hacer prevalecer su posición con el uso de la fuerza. Independientemente del lugar que cada uno haya tenido en este proceso, conviene sosegar los ánimos y, deseando lo mejor para el destino de nuestro país en esta nueva legislatura, trabajar -cada uno desde su posición- para contribuir al bien común, subrayando más lo mucho que nos une que lo poco que nos diferencia.
Quiero aprovechar también estas líneas para invitaros a disfrutar de la programación que desde las Cortes regionales hemos diseñado para celebrar los 90 años de esta conquista histórica, con un acto institucional en el Convento de San Gil, varios talleres, una exposición y algunas actividades paralelas. Con esta reivindicación de un hito tan señalado en la igualdad de género, y frente a cualquier tentación involucionista, queremos dar un nuevo impulso en el inicio de la XI Legislatura para seguir haciendo de las Cortes de Castilla-La Mancha una institución más feminista y promotora de la igualdad real entre mujeres y hombres.