Sociedad

10/11/2018

Tartessos llegó hasta Guadalmez llegó hasta Guadalmez

Carlos Mora, cronista oficial de Guadalmez.- Contaban los geógrafos griegos, en aquella época en la que los dioses aún convivían con los hombres y todo se explicaba con mitos y leyendas, que Gerión, primer rey de Tartessos, era un gigante tricéfalo que pastoreaba sus grandes manadas de bueyes a las orillas del río Guadalquivir o que Gárgoris fue quien inventó la apicultura y el comercio. A su hijo Habis deberíamos agradecer el descubrimiento de la agricultura, al atar dos bueyes a un arado, y el hecho de formular las primeras Leyes que regularían la convivencia entre los humanos.

Pero este era el Tartessos mitológico, el que daba respuestas a la ignorancia de un hombre que aún no había aprendido a dominar y comprender a la naturaleza. Existió otro Tartessos, el del rey Argantonio, del que nos han hablado Heródoto, Estesícoro, Anacreonte, Plinio y Justino e incluso la misma Biblia a través de sus profetas Ezequiel o Jonás. Este es el Tartessos histórico, el que se asentaba en las tierras de las actuales provincias de Cádiz, Sevilla y Huelva y tenía al río Guadalquivir como eje vertebrador. Probablemente la primera civilización del occidente europeo, formada tras los contactos de los pueblos indígenas con los primeros colonizadores semitas, mil años antes del nacimiento de Cristo. Una civilización dedicada al comercio, la metalurgia y la pesca, que extendió su área de influencia hasta el río Guadiana, en busca de los preciados metales con los que negociar con los fenicios.

Y fue la necesidad de estos metales lo que llevó a Tartessos a entablar relaciones con un pueblo de guerreros y pastores asentado en el Valle del Guadalmez, allá por el siglo VIII antes de nuestra era. El origen de este pueblo o el tiempo que llevaba establecido en el valle no tiene aún respuesta, pues si bien existen indicios de población durante el neolítico en las orillas del Guadalmez, los primeros restos que atestiguan la presencia del hombre señalan hacia el primer milenio antes de Cristo. 

A este valle llegaron un día gentes del sur y encontraron un pueblo que hacía de la caza, el ganado y algo de agricultura su modo de vida, que adoraba a la diosa-madre y se guiaba por jefecillos tribales. Un pueblo más primario y bastante más atrasado que ellos, pero que poseía ricos yacimientos de plomo, cobre y plata, metales tan necesarios para poder mantener su sistema económico. Con su aparición este pueblo aprendería las primeras nociones sobre minería y a extraer esos metales del interior de la tierra, que cambiaría por otro tipo de bienes y manufacturas. Habían descubierto el comercio y lo que este sistema conllevaba de desarrollo y riquezas pero también de diferenciación social, haciendo de sus jefecillos unas figuras más poderosas e importantes que ansiaban imitar a estos visitantes del sur.

Ellos serán los autores de las pinturas rupestres que jalonan estas sierras, en opinión de D. Luis de Hoyos Sainz , una serie de pinturas esquemáticas en tonos rojos y negros, que pueden aún observarse a lo largo de las Sierras de la Dehesa de la Pared, Peñabarriga y La Moraleja, aunque donde mejor testimonio ha quedado de ello es en La Posada de Los Buitres, en Peñalobar y en los abrigos rocosos del castillo de Aznaharón.

El hombre primitivo concedía un carácter mágico-religioso a este tipo de arte, buscando con ello una mayor fertilidad, ya fuera sexual o agrícola, o que la caza le fuese propicia, por ello los temas que más se repiten en estas pinturas son los relacionados con escenas de caza o mujeres embarazadas, pero todo ello de forma esquemática, como si el autor no quisiera plasmar una realidad sino captar el alma de las cosas, para que a través de la magia del chamán o brujo, las pudiera conseguir. Eran, por así decirlo, una especie de santuarios propiciatorios, en los que el hombre ilustraba sus anhelos y deseos con la certeza de que los mismos se hicieran realidad. Estas muestras de la cultura de aquellos pueblos estuvieron olvidadas durante cientos de años, hasta que de nuevo serán redescubiertas en 1916 por el abate francés Henry Breuil, incansable investigador y arqueólogo, que por aquella época rastreó todas estas sierras. Al mismo periodo, y de las mismas características, pertenecen las encontradas en La Virgen del Castillo en Chillón, Vista Alegre en Almadén o Peña Escrita en Fuencaliente.

Junto a las pinturas rupestres, el otro gran elemento con el que contaremos del legado cultural de aquel pueblo lo va a constituir el prolífico hallazgo de Estelas decoradas de guerreros, que han ido apareciendo en estos últimos años en la confluencia de los ríos Guadalmez y Zújar, y más concretamente en las fincas de El Berrocal y Las Pimientas, a orillas del Guadalmez. Este tipo de estelas serán de dos tipos, las masculinas o de guerrero y las femeninas o diademadas.

En la finca de Las Pimientas se encontró, en el año 2001 , una estela funeraria de guerrero realizada sobre una gran piedra de cuarcita roja, de 74 cm de largo por 63 de ancho y con un grosor de 13 cm, en la que aparecen representados dos guerreros en movimiento, como si se hubiera querido plasmarles con vida, y en actitud belicosa, portando espadas y arco. Junto a ellos aparece un escudo circular, una fíbula, una especie de arma arrojadiza y una larga lanza a sus pies.

Esta es una de las siete estelas funerarias del Bronce Final, halladas en la ribera del Guadalmez, a la que vamos a denominar Guadalmez V , pese a que su nominación oficial sea la de Capilla VII, por encontrarse el lugar donde fue descubierta en el término municipal de este pueblo extremeño. Años antes, se encontró otra estela, a la que llamaremos Guadalmez II (Capilla I), en la finca Berrocal, y en la que se representa una figura femenina, adornada con un collar o pectoral y una enorme diadema, que pudiera representar alguna divinidad femenina o a una sacerdotisa.

En la estela de Guadalmez III (Capilla II), a pesar de conservarse únicamente un fragmento de la misma, aparece la figura de un guerrero, con espada al cinto, acompañado por una serie de objetos como un espejo, una lanza, un escudo y una fíbula. Respecto a la estela funeraria Guadalmez IV (Capilla IV), las imágenes grabadas se corresponden con un guerrero con espada al cinto, escudo circular, espejo, peine, instrumento musical y lanza. Las dos lápidas restantes, aún inéditas, y a las que aplicaremos el nombre de Guadalmez VI y Guadalmez VII fueron halladas en el mismo lugar que la estela Guadalmez V, y siguen la misma tónica que las anteriores, al reflejar la figura de un guerrero acompañado de su ajuar militar. Curioso es el detalle aparecido en Guadalmez VI, donde junto al escudo circular, la lanza y el espejo, parece representarse una especie de bastón de mando.

Existe otra estela, que aparece mencionada en varios trabajos especializados y que sí recibe el nombre de "Guadalmez" (Guadalmez I), en la que aparecen dos guerreros junto a un caballo, un arco, una fíbula y un espejo y que obedecería, según el profesor José María Blázquez , al mismo tipo que el de los bronces sardos de los siglos VIII-VII a.C., al representar a los guerreros con un casco con cuernos de lira, lo que lo relaciona con la zona de Siria, de donde proceden este tipo de cascos. Al igual que el profesor Blázquez, también María Eugenia Aubet, menciona la estela de Guadalmez, en relación a las halladas en Torrejón el Rubio II, Tres Arroyos, Zarza-Capilla, Zarza de Montánchez,... 

La mayor parte de estas estelas poseen los elementos típicos de las características estelas de guerrero de finales de la edad del Bronce, entre finales del siglo IX y VIII a. C. y son muy similares a las halladas a lo largo de la cuenca del río Zújar, como son las encontradas en Capilla, El Viso, Belalcázar o Chillón. En todas ellas está latente el influjo tartésico en relación a las armas o ajuar funerario que representan. Que lo habitual sea una única figura, en actitud beligerante o yacente, rodeada de una serie de objetos que la identifica como a un guerrero, hace de las estelas Guadalmez I y Guadalmez V unas piezas muy especiales por la información alternativa que puedan aportar.

Con la decadencia de Tartessos, tras el benéfico reinado de Argantonio ( siglos VII-VI a.C.), estas tierras perderán parte de su atractivo para el comercio de los metales, y sufrirán las invasiones de diferentes pueblos, entre los que sobresalen los celtas, que se dice, fundarán la ciudad de Miróbriga cerca de Capilla. Tras ellos y en torno al siglo III antes de nuestra era, será el pueblo Túrdulo quien se asiente en el valle, un pueblo de raíz íbera que probablemente fueran los descendientes de Tartessos, pero que habían olvidado parte de su rica herencia cultural. Eligieron zonas altas y de fácil defensa para levantar sus poblados, aunque también se han encontrado posibles asentamientos junto a la Vega del río Guadalmez, la de San Miguel y la Tabla de las Cañas (Capilla), y continuaron ejerciendo las mismas actividades económicas que sus antecesores, siendo principalmente un pueblo de pastores y guerreros, que aprovecharían las vegas fluviales para realizar algún tipo de agricultura complementaria basada en el cereal y el lino, planta utilizada para confeccionar sus vestidos. También se dedicaron a la explotación de las minas cercanas de cobre, plomo y plata, con cuyos productos seguirían comerciando.

Ellos van a ser quienes tengan que defender este territorio de las legiones romanas un siglo más tarde, y por eso los geógrafos latinos se afanaron en conocerlos. Encuadraron a los túrdulos en la región de la Beturia, entre la Turdetania y la Oretania, que en el siglo I de nuestra era y en palabras de Plinio el Viejo tenía como límites:

"...la comarca que se extiende después de la del Baetis, acabada de describir, hasta el río Anas (Guadina), es llamada Baeturia y está dividida en dos partes y otras tantas gentes...los deltici que lindan con la Lusitania y que pertenecen al Conventus Hispalensis y los turduli que limitan con la lusitania y la Tarraconense, pero que dependen de la jurisdicción de Córdoba..." 

El geógrafo Estrabón, un siglo después, mencionaba este territorio en su "Geografía", describiendo, para los ávidos senadores romanos, las riquezas que esta tierra atesoraba bajo su piel, sus minas. A este respecto señalaba:

"...las regiones con minas se comprende que son ásperas y tristes, y tal es también el país junto a la Carpetania y aún más el que está junto a los Celtíberos. Y así es también la Beturia con los llanos áridos que acompañan al Anas..." 

Pero a diferencia de la claridad con la que Polibio, catalogó al pueblo túrdulo por sus conocimientos adquiridos durante su estancia en Hispania durante la guerra numantina del año 133 a. C., Estrabón no considerará de manera categórica a los túrdulos como un pueblo distinto de los turdetanos, y estas dudas quedarán reflejadas en sus escritos:

"... Esa región se llama Bética, del nombre del río, y Turdetania, del de sus habitantes. Se llaman los habitantes turdetanos y túrdulos, creyendo unos que estas tribus son idénticas, otros que son diferentes. Entre éstos figura también Polybios, diciendo que los túrdulos son los vecinos de los turdetanos por el norte...Esta región situada acá del Anas, se extiende por el este hasta Oretania, por el sur hasta la costa entre la desembocadura del Anas y las Columnas..." 

Sus poblados en altura, van a ser conocidos por los romanos como "Oppidum", construidos sobre colinas fortificadas que dominaban las tierras aptas para el cultivo, y un ejemplo de ellos será el poblado hallado en el cerro de la "Desesperada" a orillas del Guadalmez, donde ha aparecido abundante material cerámico prerromano y la fuerte estructura de una torre cuadrada junto a varias dependencias circulares. Las vistas que desde allí se tienen sobre el valle del Guadalmez y más allá son espectaculares.

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