Opinión

30/06/2025

El negocio de la identidad: cuando la orientación sexual se convierte en privilegio político

Por Pedro Martín

 

Vivimos en una sociedad cada vez más fragmentada, no por diferencias reales, sino por una necesidad artificial de dividirnos en etiquetas. La izquierda —y también buena parte de la derecha que ha comprado sus marcos culturales— lleva años construyendo una política basada en clasificar a las personas por su raza, sexo, religión, o identidad sexual. Bajo el pretexto de proteger a ciertos colectivos, se ha terminado por fomentar una visión del mundo donde la pertenencia a un grupo importa más que el esfuerzo personal o la responsabilidad individual.

 

Uno de los ejemplos más llamativos de esta tendencia es el colectivo LGTBI. En nombre de la defensa de los derechos de las personas homosexuales, bisexuales o trans, se han creado plataformas, observatorios, chiringuitos y lobbies que funcionan más como estructuras de poder subvencionado que como defensores reales de derechos. Porque la gran mayoría de personas LGTBI no necesitan portavoces ni victimización. No tienen problemas por su orientación sexual, sino por los mismos motivos que cualquier otro ciudadano: acceder a un trabajo digno, tener seguridad en su barrio, conseguir una buena atención sanitaria o poder formar una familia.

 

Y sin embargo, un pequeño grupo se arroga la representación de millones de personas para mantener privilegios y vivir de la subvención pública. Esa es la verdadera desigualdad: no la que sufren los ciudadanos por su identidad, sino la que permite a unos pocos vivir del dinero de todos mientras proclaman que los demás están oprimidos. Convertir a las personas en “colectivos vulnerables” es, para algunos, un modo de vida.

 

La paradoja es evidente: se dice luchar por la igualdad mientras se perpetúa una lógica de diferencia, de excepcionalidad. En nombre de la diversidad, se margina al individuo libre. En nombre de la justicia social, se instala una nueva forma de desigualdad, basada no en la riqueza o el mérito, sino en la pertenencia a un grupo protegido por decreto.

 

Los problemas reales de la mayoría de los ciudadanos —sean heterosexuales, homosexuales, trans o lo que cada uno decida ser en su vida privada— no tienen color ni etiqueta. Son los de siempre: la vivienda, el empleo, la educación, la sanidad, la seguridad. Pero esos no generan titulares, ni subvenciones, ni cuotas de poder. Por eso se habla cada vez menos de ellos.

 

La igualdad real no se alcanza creando más colectivos artificiales, sino tratando a cada persona como un individuo, no como una causa política.

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