Una vuelta a paisajes muy reconocibles, familiares, aunque jamás algunos hayamos pisado sus lindes (salvo que tuviéramos en cuenta las “espúreas” almerienses) para quienes nos hemos criado y permanentemente mecido a la sombra de una pantalla. LA VENGANZA DE JANE (JANE COGIÓ SU FUSIL en el original, título mucho más acerado y preciso) es una de sus últimas e irrelevantes aportaciones.

Tal vez su accidentado rodaje, el cambio de director (la inicialmente prevista, Lynne Ramsay, la de TENEMOS QUE HABLAR DE KEVIN, fue finalmente sustituida por Gavin O´Connor) y una respetable falta de pericia, puedan ser algunas de las causas por las que estamos ante un ejemplar fallido.

No comienza mal, inclusive se atreve casi suicidamente a emular el memorable plano de la puerta de CENTAUROS DEL DESIERTO, pero inmediatamente presenta sus credenciales, un tono apagado y una puesta en escena rutinaria, discretamente funcional, que impiden que eleve el vuelo en momento alguno, ni tan siquiera en ese clímax de acoso a la cabaña-fortín de los protagonistas, de la que tan solo destaco un plano, la casa completamente agujereada.

La flaccidez narrativa acaba siendo su santo y seña, la falta de personalidad estilística de su director se acaba imponiendo. Y eso que la historia, una especie de reescritura femenina del cine del Oeste, podría parecer en principio interesante. Al respecto, conviene informar que en su guión ha vuelto a intervenir el todoterreno y emergente Joel Edgerton (EXODUS: DIOSES Y REYES, EL REGALO), igualmente protagonista junto a una aplomada Natalie Portman, a su vez productora.

Se dice que el empedrado del infierno está repleto de buenas intenciones, y esto es lo que sucede con esta VENGANZA DE JANE, que en el fondo no es tal, no constituye una búsqueda ex profeso sino una consecuencia de hechos. Y aunque sus artífices la hayan encarado con entusiasmo, transmite una sensación de apatía casi adormecedora, o si lo prefieren, huelga por su ausencia la emoción, la intensidad dramática, algo que pedía a gritos la tremenda historia traída entre manos.

Edgerton como un antiguo amor despechado, la serena belleza de Portman,  un irreconocible Ewan McGregor como el malvado sin aristas de la función y una fotografía de colores ocres, muy “eastwoodiana”, de Mandy Walker son, con diferencia, los aspectos más salvables. El resto, o la mayor parte, adolecen de carencias.