Estreno en Royal City

 

Murieron con las botas puestas (1941)

Director: Raoul Walsh

Intérpretes: Errol Flynn, Olivia de Havilland, Arthur Kennedy, Charles Grapewin, Anthony Quinn, Gene Lockhart, Stanley Ridges, John Litel, Sydney Greenstreet, Regis Toomey, Frank Wilcox, G.P. Huntley, Walter Hampden, Hattie McDaniel, Joe Sawyer

Sinopsis: George Custer (Errol Flynn) llega a la Academia de West Point lleno de arrogancia y vanidad. Aunque su carácter indisciplinado le ocasionará numerosos problemas con sus superiores, debido a la acuciante necesidad de oficiales para la Guerra de Secesión (1861-1865), es enviado al frente. Terminada la guerra, se casa con Beth (Olivia de Havilland), pero pronto le asignan un nuevo destino: la guerra contra los indios. Al frente del Séptimo de Caballería, el Coronel Custer se enfrentará a los indios de Caballo Loco (Anthony Quinn) en la batalla de Little Big Horn (Montana, 1876).

Crítica de José Luis Vázquez

Valoración: 5 estrellas

Según me voy haciendo más jurásico más tengo que tirar de internet para elaborar algunas de mis críticas de clásicos. Pero hoy haré una excepción, me limitaré a apelar exclusivamente a mis recuerdos, a esa memoria que cada vez menos vamos utilizando todos desde que tenemos acceso a google y similares.

Lo primero que me asalta cuando me mencionan este título, MURIERON CON LAS BOTAS PUESTAS (THEY DIED WITH THEIR BOOTS ON), por cierto de lo más sugerente y poético, es un inolvidable pase televisivo de cuando era un crío y su secuencia final, que aunque no voy a desbrozarla, nada descubriría pues es como el Titanic, casi todo el mundo sabe su desenlace. En este caso es el referido a la célebre batalla de Little Big Horn en que el Séptimo de Caballería fuera exterminado por los sioux comandados por Caballo Loco.

Aquella secuencia de resistencia y heroicidad, formando los soldados un círculo para intentar combatir las acometidas de un número ingente de indios, me hizo soñar en su momento con gestas parecidas. Eran otros tiempos, todavía algunos un poco mayores habían padecido las enseñanzas del FEN (Formación del Espíritu Nacional), hoy los chavales con tener el último vídeo juego de moda se darían por más que satisfechos.

Era, es uno de esos momentos gloriosos que nos ha proporcionado el Séptimo Arte a lo largo de su historia, con Errol Flynn encarnando a un general Custer romántico y épico esperando la lanzada final sin arrugarse lo más mínimo.

Años más tarde me enteraría que la visión de este personaje ofrecida por el genial cineasta y narrador Raoul Walsh, no era exactamente fidedigna. ¿Y acaso no da lo mismo si a cambio nos es regalado un espectáculo y cine inmejorable? Quien quiera hechos rigurosos que acuda a la historia, lo cual claro, no es óbice para que si pueden ir ambas cuestiones unidas mejor que mejor.

El Custer aquí propuesto es en todo momento diversión, heroísmo, arrojo, caballerosidad, vehemencia. No concibo uno mejor, ni más lírico, ni más aguerrido, ni más galante. Es el que un niño de 10 años y un hombrecito de 52, como el que esto escribe, siempre preferirá.

En esta película me enteré también que el himno de este regimiento, GARRY OWEN, había surgido en una taberna traído desde la verde Irlanda por un soldado que se había convertido en estadounidense y componente del destacamento. Y que la Guerra de Secesión dividiría a bravos militares de una y otra parte. Esto último está sintetizado en un memorable momento en la que los caballeros del Sur que están en West Point parten con los suyos, tras el estallido del conflicto.

Y es que esto del celuloide, sea más o menos riguroso, enseña historia, geografía,  música y galanterías de una emoción sin par. Como esa despedida entre Flynn y De Havilland, en la que el primero premonitoriamente le espeta a la segunda: “Pasear a su lado por la vida fue muy agradable, señora”.

Luego está Anthony Quinn en una de las primeras apariciones que le recuerde, como el citado Caballo Loco. Mucho tiempo después, en un Festival de San Sebastián, tuve la inmensa suerte de conocerlo y charlar brevemente con él. Era un tipo imponente, muy alto, racial tal  como en sus películas. Tenía 80 años pero yo seguía viendo aquél indio que me había sobresaltado en una maravillosa sobremesa de mis años de iniciación.

El portentoso en su sencillez cineasta Raoul Walsh en la que supondría la primera de sus siete colaboraciones con su actor fetiche, ese individuo mítico del bigote bien cuidado originario de Tasmania, nos regaló una historia memorable, épica, de un ritmo vertiginoso. De las que quedan grabadas a fuego… y ni internet ni nada que se le parezca podrán competir en sensaciones y emoción… por muchos datos que pueda escupir.

Benditas y eternas gracias. Cada vez que la reviso vuelvo a mi patria más duradera, aquella en la que se forjaron mis aficiones y vocaciones más permanentes. Sirvan todas estas paparruchadas como homenaje al Séptimo de Caballería evocado por Ford o por esta legendaria producción de 1941.

 

José Luis Vázquez

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