Director: Alexander Mackendrick
Intérpretes: Alec Guinness, Joan Greenwood, Cecil Parker, Michael Gough, Patric Doonan, Ernest Thesiger, Howard Marion-Crawford
Sinopsis: Sydney Stratton (Alec Guinness) es un joven investigador que, tras arduos esfuerzos, consigue inventar un tejido tan revolucionario que no se puede romper ni manchar. Sin embargo, a la alegría inicial pronto le sigue la decepción, pues tanto los empresarios como los trabajadores de la industria textil llegan a un acuerdo para impedir la fabricación y difusión del nuevo tejido. La razón es obvia: los primeros temen la ruina de sus empresas y los segundos la pérdida de sus puestos de trabajo. (FILMAFFINITY)
Conocida en España igualmente como EL HOMBRE VESTIDO DE BLANCO, la variación es casi imperceptible, esta insólita, escueta y satírica comedia británica de los míticos estudios británicos Ealing, que vivieron su época de esplendor durante finales de los 40 y comienzo de los 50 del pasado siglo, constituye uno de sus exponentes más brillantes. Claro que, en dura competencia con EL QUINTETO DE LA MUERTE, OCHO SENTENCIAS DE MUERTE, LOS APUROS DE UN PEQUEÑO TREN, ORO EN BARRAS y PASAPORTE PARA PIMLICO.
Supuso el segundo largometraje del único director estadounidense de por aquél entonces y en aquél lugar, aunque hay que matizar que con un fuerte ascendente escocés. Me refiero a Alexander Mackendrick. El caso de este cineasta de enorme, de desbordante talento, es singular. Tan solo firmaría a largo de su carrera nueve largometrajes, de los cuales puedo afirmar de todos ellos que son otras tantas piezas maestras, incluyendo el primero, WHISKY A GO-GO, también bajo la égida de dicha productora.
Partiendo de un brillantísimo guión a seis manos, dos de las cuales fueron las suyas (otras las de un primo suyo, Roger MacDougall), justamente nominado al Óscar, bajo su aparentemente ligera, pero tan sólo aparentemente y nada ostentosa ni pretenciosa corteza, pues su calado acaba siendo considerable desde la perplejidad, la ironía, la curiosidad y la singularidad, elabora una ingeniosa propuesta con ribetes fantásticos, dramática, trufada de sonrisas y cavilaciones, que mete el dedo en la llaga y cavila sobre cuestiones profundas.
Por ejemplo, lo devastadora que puede ser la bondad, aspecto en el que no resultan nada gratuitas algunas similitudes con EL QUIJOTE referidas por más de un colega. Incluso alguna escena concreta bien podría remitir al mismo.
También cuestiona el bien común y el capitalismo, pero ojo, no se confíen. En realidad, pone en solfa o arrea por igual a empresarios, obreros, industria (textil en este caso), a la ciencia y hasta al propio progreso.
Y hasta podría añadir ese despiadado retrato de la soledad que siente el individuo cuando tiene que enfrentarse a la sociedad. Aquí casi ni la posibilidad de amor resulta reparadora.
Parte de un argumento de lo más curioso. Un científico inventa un nuevo tejido, una fibra sintética, irrompible y que no se puede ensuciar. El colmo para liquidar la cadena de montaje del proceso laboral, de arriba abajo, o a la inversa, lo que prefieran.
Al respecto, el recuerdo que tengo cuando la vi con doce años, tal vez lo que más me quedara grabado es la angustiosa huida, alojada principalmente en su parte final, del protagonista (un sensacional y joven Alec Guinness, recuérdese que está fechada en 1951, no quedaba muy lejos su coronel Bogey y algo más su Obi Wan Kenobi), en concreto, algunos momentos alusivos al brillo, al fulgor de dicho traje en la oscuridad, en la noche.
Ochenta y cuatro minutos necesitaron sus autores para tirar de imaginación, crítica social, sutil ironía de la buena. Ochenta y cuatro minutos de ritmo ágil, dinámico. Ochenta y cuatro minutos de finísimo sentido del humor sin necesidad de tirar de exabrupto alguno.
Algunas secuencias resultan especialmente destacables, como las sucesivas explosiones ocasionadas por el experimento. O esa batalla campal en el despacho. Cuenta con bastantes más, pero no es cuestión seguir destripándolas.
Atención a su banda sonora, de Benjamin Frankel, compuesta por elementos rítmicos y en la que los sonidos acaban cobrando relevancia.
Casi setenta años la contemplan… y continúa tan fresca como una lechuga recién extraída de la huerta. Deliciosa.
José Luis Vázquez
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