22/07/2015
Un trauma hace referencia al efecto causado por un hecho o suceso en el interior de un individuo, en su dominio psíquico. El suceso traumático puede ser de tal importancia que provocará en el individuo un constante reajuste para conseguir una resiliencia aceptable, modificando la esencia del individuo y provocando en él trastornos de todo tipo, no sólo mentales sino también orgánicos o corporales.
El ser humano occidental vive en constante estrés, adaptarse al estrés supone una inversión de energía extra, lo que puede provocar en el organismo lo que le ocurriría a un motor, un sobrecalentamiento y probablemente, la rotura. Pero si no provoca la rotura, ese organismo dañado, en nuestro caso por un trauma no sanado, vivirá con un autorreajuste general que llegará, según los últimos hallazgos de la epigenética, hasta el propio código genético. Y este código genético, como todos sabemos, se transmite de generación en generación, es hereditario y por tanto, los traumas también lo serán, sin necesidad de haber sido vivenciados por el propio ser que no sólo los porta, sino que también los sufrirá.
Si bien hay que agradecer a la epigenética, término acuñado por Conrad Hal Waddington en 1942, el descubrimiento de la transmisión de traumas de manera hereditaria por medio de la expresión del genoma (demostrado científicamente en 1997), fue Carl G. Jung quién lo describió por primera vez por medio del concepto de trauma intergeneracional, justo es reconocérselo.
Por otro lado, los experimentos sobre el inconsciente colectivo han demostrado que existe una transmisión de información vital para una especie en concreto sin haberse producido contacto entre individuos de esa especie, cómo a través de no se sabe bien qué, se producen cambios en las especies para adaptarse al medio o mejorar la propia evolución provocados por individuos que sin llegar a interactuar con otros, se lo transmitirán.
En definitiva, con todos estos datos podríamos concluir que: uno, todos los seres humanos compartimos un mismo sustrato genético que varía según las condiciones externas que nos puedan influir, bien para adaptarnos, bien para evolucionar; dos, los sucesos vitales traumáticos vividos por un grupo importante, sociedad o comunidad, serán incorporados a los demás miembros sin necesidad de haberlos vividos e incluso, se transmitirá a los siguientes generaciones con los cambios y evoluciones pertinentes; tres, cada uno de nosotros tenemos una responsabilidad importantísima para con nosotros mismos y para con los demás, actuales y futuros y cuatro, podemos reprogramarnos y actuar según nos dicte lo más profundo de nuestro interior (podemos llamarle instinto), llegando al principio básico de perpetuidad de la especie. Según estos cuatro principios Carmonistas no tiene pues cabida el mal, daño, acoso, persecución o aniquilación de individuos de la misma especie, porque si esto se programara a nivel genético, el ser humano estará condenado a la extinción.
Cada individuo que aparece con este error de programación puede y debe trabajar su propio ser para el bien de sus propios semejantes aunque algunos crean que sólo pertenecen a él su minicirculo, comunidad, etnia o como quieran llamarle. El inconsciente es colectivo y sólo hay una raza, la raza humana, donde todos somos iguales salvo pequeñas variaciones adecuadas al medio natural originario, mucho antes de los movimientos migratorios donde ya uno no sabe bien de dónde procede. Aunque todos tenemos un pariente lejano que nació y vivió en África y que un buen día decidió cruzar el estrecho y a este lado no había nadie para impedírselo.
Foto: Juan Medina
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