26/08/2019
Para conjurar el miedo a volar con una sonrisa:
Lo del miedo a volar es como el miedo a los ratones. Nadie sabría explicar por qué tanto temor a esos adorables roedores. Que si: «No sé, es que me dan repelús»; o: «Es que corren tan deprisa...». O sea, igual que con los aviones. No hay explicación medianamente razonable. ¿O sí…?
Hay quien está diagnosticado de claustrofobia, y entonces podría tener un motivo, pero la mayor parte de las personas que dicen sufrir de claustrofobia, lo hacen para que su pánico al avión no parezca simple cobardía.
A los que han viajado poco en ese medio todo les parece una aventura e incluso se divierten. Y también hay quien, habiendo viajado mucho, cuenta «con los dedos en la mano» —como dirían los de Gomaespuma— que, por la ley de probabilidades, ¡le va a tocar ya!
Cuando hice mi primer viaje aéreo, siendo apenas una tierna infante, mi madre me distraía mientras las turbulencias eran algo más que discretas, diciéndome: «Mira qué chulo, parece la noria, ¿eh?». Yo me reía divertida, pensando que, si lo decía mi madre, sería verdad. Claro que estaba en esa edad en la que los niños se creen todo lo que les dicen sus progenitores. Y, por cierto, mi madre no volvió a subir jamás a un avión.
Algún tiempo después —bastante después—, mi padre me sacó de la nube. «Un avión no está preparado para volar», dijo, y se quedó tan ancho. Teniendo en cuenta que él había viajado a lo largo y ancho de este mundo —desde Australia a China, pasando por Japón, EEUU, Sudamérica, África, toda Europa, etcétera—, ese comentario no me pasó desapercibido y, pese a mis pocos años entonces, se me quedó grabado a fuego en el cerebro.
La consecuencia de todo esto fue que me inoculó el pánico al avión sin yo darme cuenta. Y así, cada vez que se presentaba un viaje, mi idea primera era obviarlo con toda clase de subterfugios, del calibre de: «¿Pero no podemos ir en coche, si total, solo tardaríamos tres días más en llegar?». La respuesta lógica era: «Sí, guapa, tres días en llegar, tres días en volver y, de camino, ya nos estamos dando la vuelta porque no hay tiempo para tanto». De modo que no he tenido más narices que afrontarlo y asumir que, cuando hay que volar, hay que volar y punto. En esas ocasiones, mi cara es de paisaje total.
Nadie lo notaría, salvo mis allegados, que me conocen de sobra y se permiten hacer todo tipo de chanzas a mi costa, pese a que no doy motivo ninguno aparente.
Tiempo después fuimos mi novio (hoy marido) y yo con mi padre a Estrasburgo; este, como representante español en el Consejo de Europa, y nosotros de acompañantes con unos pases «Vip», para ver de qué iba el tema, recién terminada la carrera de Derecho.
Los días previos fueron un poema: adoctrinamiento puro y duro sobre lo que se debe y no se debe hacer en un avión y las vicisitudes que suelen ocurrir a bordo; relatos acerca de sus muchas experiencias horrorosas en vuelo, eso sí, con un tono jocoso que no sé si harían reír a mucha gente. Y, sobre todo, comentarios en humor negro —su favorito— sobre el mejor sitio para colocarse dentro de la nave. «Sí, hombre, en el ala, que te quedas menos desfigurado en caso de estrellarse; más que nada, para que te reconozcan tus deudos».
Su asiento estaba junto al nuestro y yo tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no observar como sus manos se agarrotaban cual garfios en los apoyabrazos de los asientos, en los momentos culminantes del despegue y del aterrizaje. Claro, porque también estaban los chascarrillos acerca del «punto de no retorno», ya que su teoría —que consideraba irrefutable— era que, desde que el avión empieza a dejar tierra, había que contar mentalmente hasta veinte segundos y, si no pasaba nada, es que no iba a pasar nada. Desde luego, no hablaba del montón de incidencias más que se te pueden presentar cuando llevas, por ejemplo, un par de horas de viaje: que el piloto haya bebido más de la cuenta y le empiece a entrar el muermo, o confunda —en plena euforia etílica— los botoncillos esos de colores; que el copiloto esté hablando de cosas mayores con la azafata mientras los cuernos, a su santa esposa, le van aflorando en tierra firme; que explote un motor porque tenía que explotar en ese momento; que los mecánicos hayan dejado una palanquita desactivada; que no le hayan puesto el suficiente queroseno; que te sorprenda una bandada de gansos salvajes en pleno vuelo; que un rayo le alcance de plano y se joda todo el sistema electrónico; etcétera...
Algunas veces, en las que mi padre se ha encontrado con algún comandante amigo y este le ha invitado a pasar a cabina, ha intentado zafarse de la invitación y, cuando no ha sido posible —para no parecer descortés—, ha tenido que hacer como que no se daba cuenta de que el susodicho ponía el piloto automático y, de espaldas al cuadro de mandos, encendía un cigarrillo —cuando aún se podía—, dándole conversación: «¿Y qué, Juan?, ¿cómo va todo?».
Sus vuelos, por rigores del trabajo, han sido casi siempre en Mystère, con el Ministro de Justicia de turno y, en esos casos, se ha tenido que soltar las bromitas a sí mismo, pero cuando lo ha hecho como una persona normal, con acompañantes desconocidos al lado, se ha permitido el lujo de decirle alguna tontería de ese tipo a su compañero de asiento, más que nada para descargar la adrenalina, y no ha sido rara la ocasión en la que ese anónimo compañero —totalmente histérico—, ha tenido que quejarse al sobrecargo acerca del «extraño sentido del humor» de su vecino de asiento.
A bordo de un avión ERES UNA MIERDECILLA, solo comparable con las mierdecillas que ves desde el aire. Observas las fincas desde mil o dos mil metros de altitud y piensas: «Y que esos tipejos de allí abajo se estén matando o en pleitos porque uno se ha apropiado de un metro del terruño del otro...». Todo deja de ser tan intenso y asumes que eres una pelotilla en medio de la inmensidad del Universo. Viajar en avión te da un baño de humildad, siempre y cuando, para enmascarar tu fobia, no vayas con el iPod o el Mp3 disimulando, porque entonces haces como que no te enteras, vamos, que tú estás muy viajado y esto es un mero trámite. ¡Pero si te estás jugando la vida, chaval!
Como cuando eres más joven o más niño no piensas las cosas, pues eso, que no las piensas. Y te da igual montarte en una atracción de feria, como el «Enterprise» (léase enterprise, ¿lo captáis?) o caminar por una tapia con los ladrillos medio sueltos. Un niño nunca piensa que la atracción vaya a fallar o que el muro se desmorone (valga la «rebuznancia»). Es algo lógico en la edad.
Pero cuando creces, empiezas a pensar y, ya se sabe: «no pienses tanto, que te equivocas». Por eso, si elucubras que, si al sacar tu coche del taller de una simple revisión rutinaria, el mecánico se ha dejado suelto un manguito y ello ocasiona que tu coche te deje tirado en medio de la Autopista, ¡cómo no sospechar que en un avión, con una maquinaria tan compleja, un simple fallo como ese pueda ocasionar el estampe inmediato! Si a eso se le une que ni lo han revisado, entonces, aterrizar sin contratiempos podría considerarse técnicamente un milagro (para los no creyentes valdría la teoría del destino).
Si el avión es grande —un Airbus, por ejemplo—, malo. Si es pequeño, peor. Y ya en un Fokker, no es que se te ponga mal cuerpo, es que se te desintegra. Tú vas de Alsacia a París y, por caprichos del viento, se pone de cara a Japón. Te estás comiendo la comida esa infame de los aviones y, cuando te vas a llevar el tenedor a la boca, te la introduces directamente en la oreja. Pero no pasa nada, porque esos avioncitos son muy seguros, ya que si se quedasen sin combustible, les empezase a arder un motor o les alcanzase un misil lanzado por Corea del Norte en pleno ensayo nuclear, siempre podrían planear, cosa que otros no pueden hacer. Vale, pero… ¿de qué me sirve a mí planear si está ardiendo la cola, pongamos por caso? Bien, bajamos ardiendo y en picado, pero planeando, que no es lo mismo.
Los viajeros afrontan sus viajes de diferentes maneras, según utilicen el puente aéreo por motivos laborales (periodistas, políticos, ejecutivos…) o vacacionales, pero unos y otros suelen acudir al consabido tema del «pastilleo». Muchos de los pasajeros no reconocerían jamás no solo tener pánico al avión, sino incluso haber viajado en él, porque esas pastillitas tranquilizadoras y narcotizantes les hacen perder la noción de la realidad. Yo prefiero guardarme mis pensamientos funestos, cruzar los dedos, santiguarme y disfrutar del ágape que nos ponen a bordo para, con un saber estar absolutamente encomiable y una perpetua sonrisa en los labios —producto de la parálisis que me produce el hecho de volar—, disimular el tremendo malestar que me causa estar a tantos pies de altura sin haber hecho testamento previamente.
Hay muchos teóricos del tema, y no precisamente ingenieros aeronáuticos, que te dicen que un avión es una máquina perfecta y que SÍ ESTA PREPARADA PARA VOLAR. Pero no han contado con que elementos tan inocentes y tan poco dañinos como las aves puedan generar un tapón en las turbinas y dar con tus huesos calcinados en una finca de esas que se mataban por el pleito, al grito de «¡te has apropiado de un metro de mi finca, cabrón!». Y si no, ¿por qué instalan puestos de cetrería en los aeropuertos para ahuyentarlas? No, si al final va a resultar que las soluciones son como de Mortadelo y Filemón. Y digo yo, que tampoco soy ingeniera aeronáutica: ¿por qué no les ponen una rejilla a los motores para que no se cuelen los pájaros?, ¿No es más fácil?. Ah, ¿que no? ¿Entonces...?. Vamos, que es como la ruleta rusa.
Los mismos «enterados» que sostienen que los aviones sí están preparados para volar te explican que, si falla un mecanismo, hay otro de reserva que avisa de la avería, y así varios en cadena, pero lo mejor, cuando te montas en un avión, si crees en algo más y vistas las cosas que pasan, lo que más resultado da es, ya digo, santiguarte... por si acaso. Hay personas que, habiendo abandonado la religión hace años, rezan de golpe todo el catecismo cuando el piloto anuncia que «por incidencias en el sistema hidráulico regresamos a Heathrow».
Guardo un recuerdo imborrable de un viaje de Birmingham a Edimburgo, en el que el piloto, antes de despegar, nos saludó atentísimamente a todos los pasajeros con un careto de venir de vaciar la última botella de whisky escocés de la familia, sonrisa diáfana y cara de felicidad anterior a la resaca que le esperaba al día siguiente y que, sin embargo, nos dio un vuelo magnífico, sin sobresalto alguno y con un aterrizaje tan digno de mención —en medio de una niebla espesa como un puré de patatas—, que la gente aplaudió cuando se vio en tierra, sana y salva.
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Este relatillo se lo dedico con mucho cariño a mi primo Jaime, piloto con muchas horas de vuelo.
Foto: viajerospedia.com
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