Barricada Cultural

 

12/04/2018

Tan lejanos, tan diferentes, tan parecidos

por Ignacio Gracia

Regreso de otro país, pero parece que vengo de otro mundo, Japón. En el vuelo de vuelta aparece la típica que no se calla y tampoco piensa que su charla insoportable puede molestar a los demás: mi primer contacto de vuelta con España. Una vez aterrizado espero un autobús que no llega puntual y me molesta, me había acostumbrado pronto a lo bueno. Alucino con la manada que fuma en la puerta de salida, con las aceras llenas de chicles. De la máquina de rayos x del embarque del AVE sale mi maleta llena de porquería y mi paraguas agujereado, a pesar de que entraron en perfectas condiciones. El taxi a la salida de la estación de Ciudad Real transita por una calle llena de suciedad y de socavones. Me recuerda a una carretera de Bulgaria que no se había reparado desde la Segunda Guerra Mundial. Aquella estaba incluso mejor. Te cruzas con rebaños de vecinos que dejan un rastro asqueroso de pipas y escupitajos. De colillas. Me encabrono. Pues tendré que acostumbrarme. Ya estoy en casa.

Reflexiono sobre la semana anterior y todavía no me lo creo aunque lo haya visto. Un país impoluto. Sin papeleras porque no hacen falta. La gente se guarda la basura y la tira en su casa, que es donde debe. Sin chicles, sin papeles. Los trenes llegan puntuales, las 11:02 significa que llega a las 11:01 y sale a las 11:02. Ahora comprendo las caras de estupor cuando aquí salen con cinco minutos de retraso y los japoneses miran consternados el tren de las 11:07 sabiendo que no puede ser de las 11:02. Imposible. Allí eso no ocurre. Señalización mejor que la de aquí, algunos accesos específicos para mujeres, para evitar sentirse acosadas. Dentro de los trenes o del metro la gente no habla en alto. No habla por el móvil porque es de mala educación. Si deben hacer una llamada urgente se esconden y hablan en voz baja con mucha vergüenza. Las mascarillas que portan muchísimos no son para evitar la contaminación, sino para no molestarnos a los demás con sus estornudos. Las recomendaciones que aparecen en los luminosos recuerdan que se aseguren que los auriculares no molesten a los demás, y lo más sorprendente: nos recuerdan que hay que ser educados.

Esa es la palabra. Me fascina la educación que tienen, resultado de una planificación docente y social –releed las tres palabras, con ellas basta- que no es improvisada como aquí en cada programa electoral, sino que es fruto de muchas generaciones. Asentada en la cultura, en el código genético desde hace miles de años en realidad. Opino como ellos que es su principal valor. Comparad lo que veis por vuestra ventana y asqueaos conmigo. Es emocionante ver con qué dedicación ejecutan cada simple labor de cada sencillo trabajo, como si cada gesto persiguiera la perfección. Palabras amables, sonrisas francas. Trato impecable. Chóferes con guantes blancos inmaculados. Cada salida de tren, de metro, de teleférico se anuncia por megafonía por un agente que a pie de andén comprueba que está todo correcto. Y antes de dar la salida recorre con el índice la línea de seguridad pintada en el suelo para comprobar que está despejada, con un movimiento marcial, preciso, satisfecho. El mismo gesto con el que un artesano de catanas comprueba el recorrido fluido de su obra de arte. Y me doy cuenta que aparte de por educación o por respeto a los demás, lo hacen por ellos mismos. Son felices como niños, ilusionados. Perseverantes. Es impresionante la actitud de los chicos que van al colegio, la atención de los alumnos. Emociona –soy docente- y asusta, porque el día que lo decidan nos comen con patatas.

No es de extrañar que en la tragedia de Fukushima la gente hiciera cola ordenadamente cuando se le requería frente a los supermercados. Eficientemente. Con respeto por los demás en la peor de las circunstancias, sin sobresaltos. Que su sentimiento de nación hiciera retornar capital externo a Japón de una forma tan brutal que obligó a las autoridades monetarias a pedir por favor dejar de hacerlo porque estaban haciendo bajar la moneda. Las mareas de voluntarios que se enfrentaban a la radioactividad con un traje de plástico sabiendo que iban a morir. Recuerdo a mi abuelo contar historias de soldados japoneses -los famosos kamikazes- que se montaban en un torpedo o en un avión y se estrellaban contra un barco al grito de «Mil años de vida al imperio». Busca una bomba teledirigida que funcione mejor, a ver si puedes. ¿Cómo se puede competir con gente que antepone el valor de su causa a su vida? Y, curiosamente, esto me empieza a sonar a algo conocido. Actitudes. Saña. ¿Mala leche?

En la segunda guerra mundial Estado Unidos recupera a Japón terreno en el pacífico a velocidad de crucero hasta que llega a un pequeño islote sin aparente significado. En ese punto se ven frenados en seco y sufren una resistencia brutal, ilógica. La razón era simple. Hasta ese momento habían recuperado tierra que previamente Japón había conquistado en la guerra. Pero ese trozo de tierra era diferente. Era el primer terreno que ya pertenecía a Japón antes de comenzar la ofensiva. Aquello era «tierra sagrada Japonesa, Iwo Jima ». ¿Os suena la saña por la que se batieron por un trozo de tierra estéril perdido en el océano? ¿A quién os recuerda del otro lado del mundo? ¿Recordáis la frase de Galdós escondida en los billetes de mil pesetas?: “De entre los muertos siempre habrá una lengua viva para decir que Zaragoza no se rinde…”

Encajar –encajar, sí- el acto más brutal y genocida de la historia de la humanidad en Hiroshima. Triste récord, parecido al primer bombardeo documentado sobre población civil que sufrimos en Guernica. La diferencia entre tales actos fue el progreso tecnológico, traducido en muchos megatones, pero el sufrimiento y la certeza de que estamos en el infierno fue el mismo para ambos pueblos. Recordad las palabras de aquel oficial de los Tercios al ser preguntado en Rocroi por el número de soldados españoles: “Pardiez, contad los muertos…”. Hasta la actitud que he comentado anteriormente de hablar en voz baja para no molestar a los demás recuerda a aquellos famosos versos de Calderón: “Todo lo sufren en cualquier asalto. Tan sólo no sufren que les hablen alto…”.

Curiosamente, la cultura Japonesa parte siempre desde la comparación histórica con un gigante: en cultura y comercio todo lo bueno venía de China en la antigüedad. Esto hizo forjar su carácter para competir desde una posición inferior. Para perseverar. Y francamente, visto lo visto no me extraña que esta gente valore especialmente un espectáculo en el que un hombre se enfrenta con un Dios astado, arriesgando estúpidamente su vida por algo efímero, por un aplauso o por un sueño febril. Les vuelve locos. Al igual que el flamenco; no es necesario entender para disfrutar de un arte que habla de sentimientos viscerales con respeto religioso. Así son ellos. Y por eso llevan el demonio en el cuerpo, competitivos hasta el límite porque están acostumbrados a pelear día a día con el peor rival: uno mismo. Disciplinados en el combate, como sólo lo fueron en esa faceta unos miserables hambrientos zarrapastrosos. La mejor infantería de la historia. La que hizo que no haya un pedazo de tierra sin una tumba española. Pardiez, que extraordinarios compañeros de viaje hubieran tenidos Los Tercios.

 

Foto: japondamore.com

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