08/03/2018
Os juro que miro el cable y me infunde respeto. Vamos, que cuando lo desenchufo no lo miro de frente por si me ataca el monstruo. Porque monstruo tiene dentro, fijo. O demonio, que es aún peor.
Me refiero al cable de fibra de una compañía cualquiera, x. Llamémosla Potafón por ejemplo. No Vomistar ni Dapena. Potafón. Imaginaos que llevo toda la vida con ellos y que de alguna forma han estado en todos los eventos de mi periplo existencial. He sido partícipe de sus ampliaciones y de su crecimiento. De su captación de clientes. Y precisamente por ello nunca he podido acogerme a los descuentos para los nuevos, porque soy fiel. No sé qué rollo raro asociado a la fidelidad tienen sus directivos. Parece que es más divertido levantarle un primo a la compañía de enfrente que fidelizar a un aburrido consumidor que ya está engañado. Visto así es entendible, la aventura es la aventura. El caso es que por ser cliente de toda la vida nunca he tenido acceso a las ventajas que prometen a otros. Incluso cuando se han fusionado con una compañía de nombre dubitativo tampoco. Y ahora resulta que soy cliente convergente –creo que no es contagioso-. Vamos, que los otros son la querida o el querido y yo el de los cuernos. Hasta lo entiendo.
Pero es que me cambio de domicilio y -grave error- sigo las instrucciones. En noviembre lo solicito por internet a través de la web, dejas tu teléfono y dicen que te llamarán. Te llaman, pero ellos no; otra gente a la que le venden tus datos que quiere venderte basura. Luego llamo a primeros de diciembre a un número de teléfono y comienza mi batalla con la bestia. Aviso del nuevo domicilio, me confirman la posibilidad del servicio y me dicen (Fátima de Sevilla) que el día 16 me llama el técnico de Ciudad Real. Dos semanas, me molesta un poco pero bueno. El caso es que para la segunda semana me he instalado en el piso nuevo todo confiado. El 16 no me llaman y vuelvo a llamar. Un chico sevillano, Jose, que me dice que para el 21. Vale. Por cierto, 20 minutos cada llamada. Esperando. Venga, paciencia. El 21 nada, qué raro y llamo el 23. Tras una hora de espera en la que he pasado por tres teléfonos explicando lo mismo a cada uno, me doy cuenta de que se pasan la pelota los unos a los otros. Cuando el último me vuelve a decir que no es cosa suya y que tengo que llamar al primer número del inicio de la jornada, me cabreo y pongo una reclamación telefónica. Empiezo a sospechar que estoy en el día de la marmota. Me dicen que suponen que el 26, pero que tienen que confirmar el domicilio y la posibilidad de servicio. Copón, lo que hice en la primera llamada. El monstruo se ha comido la información.
Por extraño que les parezca llamo el 26 y me pasan de mano en mano como la “farsa monea” durante 60 minutos–tengo que ser muy feo o desgraciado, el monstruo me ve por un agujero de la onda-. Aguanto como un machote, no me vas a ganar a paciente. Doy con una chica de acento transoceánico que me dice que no le consta nada, pero que lo anule todo si quiero y que me vende otra cosa desde cero. Me cisco en el copón de bullas y le pregunto que si está de cachondeo. Que si lo que me ha dicho el resto de sus compañeros es mentira, o ella miente, o todos mienten. Que si me van a devolver el dinero del servicio que estoy pagando un mes sin disfrutarlo. A media parrafada me cuelga. Me pongo una medalla. Soy de los pocos a los que le han colgado una vendedora. La guardo junto a la otra medalla que gané el día que me mandó al carajo un testigo de Jehová. Se tenía preparadas todas las respuestas a preguntas sobre la fe y la biblia, pero cuando le dije que creía en los principios de la termodinámica lo descompuse. Me llamó inicuo, mírenlo en el diccionario que acojona.
Pues para fin de año, con un mes sin tv empiezo a dejar de notar su efecto narcotizante y pienso que necesito internet, porque tengo frio y cometí el error de comprar un termostato superpijo que va por wifi, sin pedirle permiso a la chica que me colgó. Llamo en plan tranquilo y me atiende otra vez Fátima de Sevilla. Dice que no me conoce, qué falsa eres. Como dice el bolero, tu castigo será extrañar mis llamadas en todos y cada uno de los clientes a los que quieras engañar…o algo parecido. Me pasa con Antonio, que creo que no ha cobrado, porque se pone de mi parte y me pide perdón por él y por sus compañeros. Y que me va a decir de verdad si me puede ayudar, y que todo es una mierda. Me dice que cuando llamas a un teléfono especial es mentira, que te descuelgan o redireccionan la llamada al primero que pasaba. Me explica que la enfermedad de la convergencia es un problema, y que me da otro número secreto de teléfono, este el bueno. No sé si era el bueno pero cuando marco vuelvo a empezar el periplo desde cero, será el monstruo que desvía las llamadas.
A principios de enero marco con dedos entumecidos y conozco a muchas personas interesantes. Una de ellas es convergenta también, y dice que tiene el mismo problema que yo y que no sabe solucionarlo. Estoy hablando de la que me atiende. Que pruebe a anularlo todo, un mes sin servicio y que regrese a la compañía, pero que pierdo descuentos. Manda Carallo. A todo esto es imposible encontrar un sitio donde poner una queja en su bonita página web. Tengo que ir a consumo, pero es que tengo que trabajar, joder. Manda web.
Paradójicamente otro monstruo viene a ayudarme: internet. Un amigo que tiene una experiencia similar me informa que si pones un mensaje vía twitter te contestan. El 10 de enero estreno twitter para quejarme y los amigos me contestan a los 15 minutos, muy amables. ¿Estabais ahí cabrones? Lo que nos gustan las apariencias, es más importante lo que se dice de uno que lo que se hace. Doy mis datos por mensaje privado, dirección y detalles, venga. 11, 18, 25 y 26 de enero voy preguntando porque me dicen que están con gestiones y mi cabreo (ahora en 144 caracteres) va en aumento. Estoy como antes pero pasan de mí por twitter también.
Me voy a rendir y pienso cambiarme de compañía. Como último recurso voy a la tienda física de toda la vida, al cara a cara, donde ya me habían informado de a qué teléfonos debía llamar y que lamentablemente la gestión la tenía que hacer a través del maldito aparato porque ellos solo daban altas nuevas. Percatada de mi problema, Lupe, una comercial de una oficina del centro de Ciudad Real, me intenta echar una mano. Otra vez. Me dedica un buen rato, comprueba todas las posibilidades. Trabaja de forma eficiente, dedicando a cada cliente el tiempo que requiere. Tiene los ojos enrojecidos por el cansancio, pero no se nota en su trato. Tiene la mirada del soldado viejo. De una profesional que es eso: profesional. Tras un rato niega con la cabeza, pero hace una mueca levanta los hombros. “Vamos a probar a ver si hay suerte. A ver si se come los datos sin que sea alta nueva”. A la tercera tentativa, después de recargar el sistema engaña al monstruo. “No me pide nada, me da ya cita para el técnico. Pasado mañana.” Lo comprueba otra vez y sonríe. Ha habido suerte. Me ha dedicado unos veinte minutos, con gente haciendo cola detrás de mí. No me cobra nada por el servicio. En esos 20 minutos podía haber vendido 3 iPhones, y mejorar sus estadísticas como vendedora. O ganar el complemento de productividad. Pero siempre han sido así en esa tienda. No sé si disfrutará de ese extra, sospecho por el trato que lo ganará un compañero –de otra tienda, de ésta no- que pase de los clientes si en dos minutos no generan dinero. Pero sobre ese compañero no escribiría este artículo. Gracias, Lupe.
Y efectivamente en dos días tengo hecho el traslado. Y encima me desahogo con el instalador, Felipe, que se hace cargo y me pide perdón avergonzado y negando con la cabeza como si fuera cosa suya. Otro profesional, otra persona que mira a los ojos y resuelve problemas y no pasa la pelota ni se apunta méritos de los demás. Al contrario que los buitres del servicio de atención al cliente o de twitter. Por cierto, ellos en seguida me informaron de que se había resuelto el incidente, y que para enterrar mis quejas que me compensaban casi tres meses sin servicio con el genial descuento de 20 €. En mi mensaje de respuesta les dije que me informaban de lo que yo había resulto, con ayuda gratuita de gente real que había hecho el trabajo que ellos vergonzosamente se apuntaban. Que gracias por nada, y que tuvieran un poco de clase con la cantidad que me ofrecían. Que hasta en la época de los romanos ya se pagaba por ese servicio treinta monedas de plata.
Foto: telpromadrid.eu
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