Barricada Cultural

 

07/12/2017

La mirada del artista

por Ignacio Gracia

Aquí debería ir su nombre, pero es tan modesto que me ha prohibido que cuente su historia, así que no os escribo sobre él. Es cantero o escultor. Tiene unos ojos azules heredados de su padre, también cantero. Su historia es curiosa, vive para y por el arte. Aprendido el oficio familiar, decidió ir por su cuenta de oyente a la universidad para aprender más. Nunca se matriculó, aunque pronto superó a sus compañeros y empezó a hacer encargos para su profesor, cada vez más difíciles y complejos. En algún momento decidió que ya no le aportaba nada esta relación, entre otras cosas porque al docente sí le aportaba económicamente lo que a él le escatimaba con migajas. Y ahora trabaja en un pueblo perdido de la sierra, haciendo proyectos para grandes familias o palacios e iglesias de prestigio. Su taller es una mezcla pulcra de materiales apilados, herramientas para trabajar el gran formato, y virguerías realizadas a punzón de sus tiempos de la universidad. «Esto es un gran muelle de mármol, hecho a cincel, con ocho o diez espiras de un centímetro de grosor. Es imposible tallarlo con herramienta de corte, porque la oscilación de la amoladora rompería el delicado trabajo. Lo hice a cincel, casi arañando o acariciando el material. Medio mes de trabajo. Hoy día no se puede encontrar algo parecido. Nadie quiere perder el tiempo en hacer algo similar, y si está lo suficientemente loco para intentarlo, si no se rompe durante la larga transformación del bloque a la filigrana, no encuentras a nadie que después pague su valor».

No he conocido a nadie tan perfeccionista. Que hable con tanta pasión de su trabajo. Se le agolpan las ideas y se va motivando con lo que comunica, con lo que ve en la piedra, con lo que siente. Es capaz de pasarse días y días en el taller, casi sin comer o sin descansar. Es de los pocos privilegiados que disfruta trabajando, absorto en su arte. No sé si esto es bueno o malo, para él posiblemente lo segundo. Se detiene ante una roca de mármol o granito en la sierra y no te vuelve a hablar hasta que ha cubicado la cantidad de material que se puede sacar del yacimiento, porque está viendo las piezas, los sillares, las columnas… ve mucho más allá de lo que otro es capaz de ver. Ir con él a un museo es un compromiso porque alucina con las esculturas, con lo que percibe, y no puede evitar hacerles fotografías aunque esté prohibido. Es capaz de valorar que las letras en sobrerelieve del panteón de los reyes de El Escorial son mucho más valiosas que la mayoría de las estatuas que se exhiben en el exterior, porque sabe que cada letra constituye días de trabajo de un maestro, que el resultado es brutal y sencillo a la vez. Y sólo él es capaz de verlo.

Y ahí es donde reina. Le digo para fardar que me ha gustado mucho El Cristo Velado, o la Virgen de los Pescadores, de Nápoles. Un cristo con una sábana que cubre la cara como sudario y que parece que se transparenta, en mármol. Y una red que cuelga de las manos de la Virgen, del mismo material, una filigrana donde se ven los hilos retorcidos de las fibras. Le cuento que dice la leyenda que eso es imposible de esculpir y que se atribuye legendariamente a una persona que era capaz de solidificar las telas o los hilos, transformándolos en mármol mediante una fórmula secreta que se llevó a la tumba. "El maestro" sonríe y desmonta la tradición con un parpadeo. «Es una cuestión simple, de herramientas de trabajo sin percusión, de cuando antes el tiempo no era importante –como para él- lo valioso era la obra. Herramientas abrasivas muy pequeñas, un hilo simplemente. Y años de trabajo de muchas personas. Así se simple».

Pero ya le he despertado el entusiasmo. El desafío esta lanzado. Y contraataca indicándome una de las mayores obras de la historia, a su juicio. De las que los profanos no somos conscientes, porque nos quedamos en la superficie. Los esclavos, de Miguel Ángel. Se encuentran inacabados, y en algunos casos están un poco desproporcionados adrede. Se pueden visitar en el Palacio de La Academia de Florencia. En una sala contigua al famoso David. En el Louvre otro par de ellos. Representan esclavos en diferentes posiciones y situaciones. Al estar inacabados parece que están saliendo de la piedra, de la imaginación del artista. Lo extraordinario es la técnica. A la hora de hacer una escultura, en la mayor parte de los casos se toma una serie de referencias tridimensionales (altura, anchura y profundidad) que permiten reproducir formas y proporciones con cierta seguridad. Una especie de plantilla que pueden seguir incluso aprendices, para que tras su devastado el maestro les dé su toque de genialidad. No es este el caso. Miguel Angel los quiso esculpir sin ninguna referencia, como un dibujo a mano alzada, sin posibilidad de rectificar. Sin red, como una acuarela en mármol tridimensional. Y el maestro milimétrico explora, además, experimentando con hacer una figura desproporcionada adrede, para exagerar la impresión de realismo. Esto, cuatro siglos más tarde, se llamó modernismo o impresionismo. Con esa obra inició una tendencia artística que dio el siguiente paso cuatrocientos años después. Y es el ojo del artista, del colega salvando la distancia, el que percibe emocionado la voluntad de transgredir de un genio, con una obra en la que se adelantó a la historia. La mirada con ese brillo de genialidad, de locura, de pasión. Fácil de reconocer pero rara de encontrar en una vida. Esa mirada de ojos azules que percibe singularmente algo tan etéreo como el arte en estado puro.

 

Foto: flickr.com

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