Escribo hoy desde el avión, como hace dos años cuando también me quedé a pasar los reyes en España. Y no, después de cinco o seis travesías trasatlánticas, no mejora ni lo amargo de las despedidas ni el estrés de hacer las maletas...
¡Ay! Odiosa barrera de los 23 kilos, que te obliga a jugar al tetris con los regalos, a romper o dejar atrás cajas preciosas porque pesan y porque ocupan, a planificar ropas y zapatos que luego no combinan o a tener que vivir pendiente de cada gramo de más que puede suponer la delgada línea roja entre que te hagan destripar tu maleta a ojos de todos o que "pase" porque el del mostrador de la aerolínea hace la vista gorda. No me acostumbro, oye. Y cada vez que pienso que esta vez está todo controlado, que como trajimos muchos regalos ahora tendré ese espacio y ese peso disponible para la vuelta, más me equivoco y más reajuste tengo que hacer. ¡Qué rollo!
Al final, como no hay más remedio, nos apañamos, claro. Como nos apañamos con el niño en el avión, para tenerlo entretenido las once horas del vuelo entre Madrid y Dallas. En esas estoy, de hecho, ya que como hace dos años, vuelo sola con él. Así que aquí estoy mientras escribo con una mano y media porque lo tengo dormidito al lado y no quiero mover mucho el brazo por si lo despierto. “¡Que le dure tres horas las siesta por lo menos!”, me repito como un mantra de vez en cuando, por él el primero, porque tiempo que duerme, tiempo que no se aburre...
Hace un rato berreaba un bebé detrás de nosotros, y me he acordado de una vez que Jorge estaba también muy intranquilo. Recuerdo la impotencia de no poder calmarlo con nada, y la gente mirando con cara de pocos amigos e incluso un pasajero diciéndome que hiciera algo para callarlo. Casi lloré de la rabia, casi les grité que si no veían que estaba haciendo todo lo que podía y sabía, hasta que un padre con otro niño que estaba cerca, educadamente, habló por mí y por los otros padres con niños del avión. "Que hacemos lo que podemos, señor. Que los niños son niños, y quieren moverse, correr... y cuando no saben hablar, si algo les molesta, como la presión en los oídos, sólo pueden llorar". El señor se levantó y se fue al baño, y los demás por poco aplaudimos al padre "coraje".
Sin embargo, creo que ha sido la única vez que Jorge ha dado un viaje regular (cruzo los dedos por seguir la buena racha), y eso que en sus tres años de vida ya van veintitantas veces que ha montado en un avión, que se dice pronto…
Voy terminando, que el niño viajero empieza a removerse. Por delante me quedan todavía unas cuantas horas de vuelo, y después otras tres y algo de coche. Y es que estamos demasiado lejos, como dicen nuestras familias y nuestros amigos…
Pero aquí estamos, viajando de vuelta a Houston otra vez más. Un año más.
P.D. Al final el viaje fue estupendo y Jorge se portó de película. La foto la tomó mi marido en el aeropuerto, cuando salíamos tras recoger las maletas.
Foto: Samuel Álvarez