Director: John Ford
Intérpretes: John Wayne, Maureen O'Hara, Barry Fitzgerald, Ward Bond, Victor McLaglen, Jack MacGowran, Arthur Shields, Mildred Natwick
Sinopsis: Sean Thornton (John Wayne), un boxeador norteamericano, regresa a su Irlanda natal para recuperar su granja y escapar de su pasado. Nada más llegar se enamora de Mary Kate Danaher (Maureen O'Hara), una chica muy temperamental, aunque para conseguirla deberá luchar contra las costumbres locales, como el pago de la dote, y, además, contra la oposición del hermano de su prometida (Victor McLaglen).
¿Qué puedo comentar de nuevo a estas alturas sobre la que cada vez que me preguntan que elija una sola película favorita, entre las miles y miles vistas a lo largo de mi vida, me salga siempre EL HOMBRE TRANQUILO?
Podría decirles cientos de cosas y contar mil anécdotas, pero voy apelar una vez más a la literatura y a los sentimientos. Encierra dentro decenasde historias, decenas de personajes, cientos de pedacitos de cine volcánico, inmarchitable. Por ejemplo, una de las love story más arrebatadoras jamás disfrutadas en una pantalla. De hecho, ese primer encuentro que se produce entre la pareja protagonista, Maureen O´Hara y John Wayne, fugaz, incendiario, está elaborado mediante una sucesión de planos medios y generales que en algún momento de mis sucesivos reencuentros con la misma, me atreví a bautizar como planos-flechazo. Pocas veces en tan solo diez o quince segundo, ha palpitado mejor en pantalla la atracción, la pasión amorosa, el cuelgue, el trallazo provocado por la otra parte.
Prosigo, aunque me resulte especialmente difícil porque se amontonan a borbotones abundantes momentos de plena dicha. Me encanta esa bonhomía que la recorre de principio, su nada impostada humanidad, ese festivo tono de permanente camaradería, trasladada incluso a esa pelea viril y noble, pese a ciertos golpes y mordiscos traicioneros en oportunos instantes. Me encanta esa amigable actitud y respeto con que están contempladas las relaciones entre católicos y protestantes, con ese Ward Bond ocultando su clergyman para vitorear a su rival religioso ante la visita que lleva a cabo el obispo de su escasa congregación. O ese anciano, hermano del propio director en la realidad, Francis, que brinca de la cama en plena extremaunción ante el olor y fragor de una buena pelea.
Qué proclamar de ese inolvidable Michaleen Flynn, el borrachín, guasón y melancólico compañero de fatigas y whiskys, alucinado ante esa noche de bodas que interpreta entendiblemente como homérica, tras la contemplación de esa cama hecha trizas… solo que por diferentes motivos de lo que su imaginación puede suponer.
Y siempre que la evoco, recuerdo uno de los besos más impresionantes de la Historia del Cine. Tormentón, viento huracanado, penumbra, una casa por rehacer, una mujer que se sobresalta al ver reflejado su rostro en el espejo, pasiones desatadas y un titán que no duda un instante en lo que pretende, aunque ella también lo tiene claro pese a ese amago de bofetón ¡ Y qué me dicen de esos paseos transgresores por cementerios gaélicos!
Cada vez que la contemplo, y debo ir ya por los 70 visionados, a veces hasta tres por año, me invade una sensación de inmensa alegría, de duradera felicidad, de enorme placer. Por supuesto no me llamo a engaños, esa visión de una Irlanda que bien podría ser la que permanente preservo de mi querida Galicia, está idealizada, ensoñada, alejada en buena parte de la realidad (hasta cuando retrata a los miembros del IRA lo hace de manera distantemente amable), pero por eso tal vez me engancha más. Porque la cincelan los anhelos, la nostalgia, los mejores deseos de agradecimiento con la tierra que nos acogió por primera vez y nos guardó. Quien quiera realidad pura y dura que acuda a los espléndidos documentales de la BBC.
Desde luego esta es la Irlanda fordiana, la reescrita y extrapolable Ítaca que acoge a este nuevo Ulises de LA ODISEA. Épica, intimista, sentimental, acogedora, emotiva, socarrona. Una Arcadia alegra corazones, esa que creo que en el fondo llevamos todos dentro o que de alguna manera necesitamos creer en ella.
Supone también la demostración palpable, evidente, de que Wayne fue un actor gigantesco, vuelvo a traer el término, homérico, un centauro de la interpretación, de siempre imponente presencia física. Con qué pasmosa naturalidad y facilidad muestra lo mismo a un tipo atormentado que enrabietado, relajado, divertido o en su salsa, repartiendo mamporros. Verdaderamente único.
La recientemente desaparecida Maureen O´Hara es la mujer fordiana por excelencia. Son muchos los que aquí la acusan de responder a pautas machistas, no me voy a detener apenas en estos reproches, sería muy discutible. Pero quien esto pueda decir está claro que apenas la conocía… y me limitaré tan solo a la cuestión artística. Ya ni digo de Ford. En cualquier caso hago mías las palabras de Bel Kendall: “Afortunadamente el film le da un toque de humor negro al tema y no nos presenta a una mujer que vaya a ser sumisa y a aceptar malos tratos de su marido.”
Fitzgerald, Bond, McLaglen conforman un retablo imperecedero. Formaban parte de toda esa compañía estable del director a quien acompañaron en multitud de ocasiones. Si fuera moderno, tendría que señalar que la simbiosis era total.
También está esa resplandeciente fotografía en technicolor de Winton C. Hoch y Archie Stout, que evoca libros de estampas antiguas, de recuerdos, algo que le confiere un aire fabulador irreproducible. Por no hablar de la banda sonora tradicional de Victor Young.
No me extraña que el mismísimo E. T. se agarrase una curda de cuidado ante su descubrimiento en televisión.
Bendita sea por siempre esta película única, inclasificable, imposible de imitar, rebosante en los mejores sentimientos que podamos albergar la especie, pura Novena Sinfonía en celuloide.
La tengo grabada en mil formatos, pero cada vez que la programa una cadena de televisión acudo cual neófito a su reclamo, es tal su innata capacidad de renovadora sugestión. No, no es una obra maestra, es lo siguiente.
Ah, y si son afectos y les es posible, paladéenla con un buen whisky original o en su defecto, con un orujo de hierbas.
José Luis Vázquez