Director: Joshua Logan
Intérpretes: Richard Harris, Vanessa Redgrave, Franco Nero, David Hemmings, Lionel Jeffries, Laurence Naismith, Estelle Winwood
Sinopsis: Adaptación cinematográfica del musical homónimo que se estrenó en Broadway en 1960. Trata sobre la legendaria historia del reino medieval de Camelot. El caballero francés Lancelot du Lac o Lanzarote del Lago (Franco Nero) llega a la corte del rey Arturo (Richard Harris) para integrarse en la Orden de la Mesa redonda, recién creada por el monarca inglés. Lancelot se enamora de la reina Ginebra (Vanessa Redgrave) y su amor es correspondido. Cuando Arturo se entera, monta en cólera y destruye la famosa mesa.
Me resulta imposible evocar esta deslumbrante y maravillosa película sin que me embargue una sincera emoción. Estamos ante uno de mis musicales de adolescencia que pasaría a ser de los de toda mi vida. Clásico y transgresor, coyuntural y atemporal. Tiene todas las mejores virtudes del género, salvo la que debería ser esencial, los estrictos números musicales, algo que no solo no obstaculiza su impecable discurrir sino que le otorga un plus singular… porque es único, diferente.
Efectivamente, este más que un exponente genuino podría ser tachado como una muestra del más exclusivamente cantable. Ni los actores son para nada profesionales, ni la cámara se mueve alocadamente sobre su eje. Pero obra el prodigio de finalizada su proyección, tener la sensación de que la musicalidad en su sentido más literal y metafórico ha poseído su espíritu.
Fue dirigido por uno de esos numerosos genios del cine norteamericano que nunca me cansaré de ponderar. Por Joshua Logan, que tanto con esta como con LA LEYENDA DE LA CIUDAD SIN NOMBRE, no pudo hacer un mejor mutis por el foro. Ambas testamentarias, crepusculares, participantes por igual de una arrolladora vitalidad en su primera parte y, sobre todo CAMELOT, de esos tonos sombríos de los que no se acaba de librar –admito que pueda existir alguna excepción- la especie humana.
Verdaderamente resulta riquísimo en contenidos y en exponer estos de manera sabia narrativa y artísticamente. Habla de la plenitud y del ocaso. De amor arrebatador, justicia y libertad y de cómo todo esto se ve destruido por nuestros deseos o bajas pasiones, por el dinero o la hipocresía. De sentimientos de culpa y de lealtad. De una utopía, de la creación de una ciudad de valores primordiales, parida desde el mayor de los entusiasmos y los más entusiastas sueños… y derribada por lo peor de nosotros mismos.
Se dice en algún momento “una vez hubo un fugaz destello de gloria llamado Camelot”, bueno solo por ello acaba mereciendo la pena el empeño y la lucha. Y porque la esperanza no se agota con los que vienen detrás. Eso es esta película, un bello sueño truncado pero receptivo a ser recogido por nuevas generaciones. Al respecto, el final resulta de lo más esclarecedor. Que el mundo sepa que una vez existió un ideal llamado Camelot.
Justamente por el final comienza esta historia en torno al mítico reino y a sus no menos míticos personajes: el rey Arturo, su amada Ginebra, el noble Lancelot, el sabio mago y filósofo Merlín…
Como en la igualmente irresistible LA LEYENDA DE LA CIUDAD SIN NOMBRE aborda una atípica relación de triángulo amoroso, conformado en esta ocasión por Richard Harris, Vanessa Redgrave y Franco Nero, encantadores los tres sin tener que apelar a especiales gorgoritos.
A la hora de poner en liza y contrastar a estos seres, es donde resalta con más brillo la prodigiosa puesta en escena de Logan. Que parte de teatro filmado pero en su concepción más cinematográfica. Que resulta revolucionaria en cuanto a la ruptura espacio-temporal, acudiendo a un montaje que varía en la misma canción ambas cuestiones. Canciones por otra parte que evocan la soledad, los paraísos perdidos, el tiempo que se va, la negación de quienes amamos, el hogar deseado, la más anhelante pasión, la libertad, la justicia colectiva…
Pero prosigo con los valores artísticos aquí expuestos por su director. Constituye todo un acierto la delicada, la suave manera en que perfila los dos mundos retratados, verista el uno, sobre todo el que transcurre tras los muros del castillo y ensoñador, mítico el otro alusivo a todas aquellas escenas que tienen como protagonista al iniciático Merlín. Merece igualmente destacarse que otorgue relevancia al sensacional trabajo fotográfico de Richard H. Kline, inspirado en pinturas prerrafaelitas (sirva como ejemplo el interior del salón de la Tabla Redonda) y modernistas. O al magnífico uso llevado a cabo del formato panorámico, regalándonos primerísimos y elocuentes planos de sus actores. O la relevancia que concede a la dirección artística, la fabulosa escenografía y el vestuario. Inolvidables al respecto algunos modelitos de Ginebra, como el compuesto por suaves y blancas pieles o ese grupo de gentes adornados por coronas de flores, casi propias del más genuino movimiento hippy.
Con razón de las cinco nominaciones al Oscar que cosechó en su momento, obtendría tres estatuillas en apartados como dirección artística, vestuario y, cómo no, música adaptada.
Porque esta constituye la traslación de una obra mayor de Broadway compuesta por los inefables y fundamentales Frederick Loewe y Alan Jay Lerner, autores de un libreto excepcional. A modo anecdótico, destacar que en las tablas escénicas lo habían protagonizado previamente Richard Burton y Julie Andrews.
España también puso lo suyo en este rodaje. Transcurrido entre junio y septiembre de 1966, tuvo lugar a caballo entre Estados Unidos y nuestro país, utilizando como principales escenarios los segovianos castillo de Coca y el Alcázar, ambos fácilmente reconocibles.
El paso del tiempo no ha hecho sino ir en su favor. Se conserva más rutilante, vigente, conmovedor y reflexivo que nunca. Sin renunciar en ningún momento al espectáculo y a un intimismo reconfortante, triste sí hacia el final, pero tan luminoso como lo fuera una vez Camelot.
Nos volveremos a ver Verruga, Ginebra y buen Lanzarote. Nunca podré desprenderme de los flagantes y eternos efluvios que desprende ante cada nuevo visionado este puro prodigio.
José Luis Vázquez