Director: Robert Eggers
Intérpretes: Willem Dafoe, Robert Pattinson
Sinopsis: Ambientada a finales del siglo XIX, cuenta la historia de dos fareros que trabajan juntos en una misteriosa isla perdida de Nueva Inglaterra. (FILMAFFINITY)
Leo mil cosas sobre EL FARO (casi todas excelsas y algunas incomprensibles). Que es una alegoría de Zeus y Prometeo, que posee sentido del humor (manifestaciones del propio director), que la torre en cuestión es la representación simbólica de un falo, que es una reflexión sobre la malignidad del alma humana, que emparenta con el teatro de Beckett y Harold Pinter… Cómo me acuerdo de la anécdota de Woody Allen a propósito de lo que un espectador presume que quiere decir el mediático sociólogo Marshall McLuhan en ANNIE HALL. Sin más comentarios, pues esa secuencia habla por sí misma. Esto ya lo viví en el pasado y sencillamente con el cambio de ciclos vuelve a reproducirse.
Así es, con esta película tengo la impresión de trasladarme –el mundo no deja de ser una permanente ida y vuelta a lo Sísifo- en el túnel del tiempo –otros nombres, otros rostros- a épocas pretéritas no tan lejanas de la Transición y a encontrados, apasionados debates cinematográficos. No tengo espacio suficiente para extenderme sobre ello, pero sí diré que la mayoría de conocidos que defendían airados en aquel momento a Goddard, Tarkovski, Pasolini, Fassbinder, Antonioni y otros popes de la intelectualidad y el experimentalismo, hoy en día, con el paso de los años, me manifiestan que no pueden soportar la mayoría de ese cine que defendieron con tanta vehemencia –actitud que jamás me parece mal a condición de que no se llegue a la desconsideración de quien no piense como uno mismo, pues lo contrario es totalitarismo puro y duro, Orwell vamos- y con tanto ardor guerrero. Ese que muchos utilizaban unos cuantos como arma arrojadiza para remarcar una petulante, fútil y vana, ridícula superioridad, ante quienes no participaban de su opinión categórica. Por supuesto, algunos han sido coherentes y lo continúan amando. Pero, en cualquier caso, este no es el mundo del anteriormente citado Orwell en el que todos tenemos que tener los mismos gustos al unísono. Que cada cual se ate los machos o las bridas. Lo único que reclamo es sinceridad. Al final todo se trata de no engañarse a uno mismo, y a partir de ahí, viva la diversidad de pensamiento y las opiniones enfrentadas, la utilización del propio criterio.
Disculpen tan prolijo pero entiendo que necesario prólogo. En base al mismo, les confesaré que me da igual que EL FARO sea metáfora de la locura y la enajenación, alegoría sobre la soledad que imagina monstruos (marinos, mitológicos, en este caso), complejo universo de símbolos, etcétera, etcétera. Todo eso estaría fenomenal si provocara mi enganche, que apenas lo hace. No acabo de entrar y bien que lo siento. No son prejuicios, sencillamente en este caso tal vez sea incapacidad por mi parte o impotencia (lo cual no me preocupa en absoluto). Me pasó recientemente con títulos venerados por la modernidad como MADRE! de Aranofsky o THE SQUARE… Y otros cuantos más, pero me limito a un par de ejemplos por no darles mucho más la brasa.
Reparo en las palabras de una colega –Eulalia Iglesias- con la que comparto reflexión, “película más pensada para ser admirada que para ser disfrutada”. Y ya, ya sé que mucha gente lo consigue, me alegro sinceramente. No es mi caso. El sopor me invade en algunos momentos. Miro de vez en cuando sin molestar a nadie –solo hay dos almas en la sala- el reloj del móvil. El duelo actoral me agota, me parece teatralizado y fatigoso, con esos ojos desorbitados y flatulencias del gran Willem Dafoe que supongo pretende conferir carácter indistintamente realista y simbólico, pero que francamente me genera completo desinterés, cuando no hastío. Es tan intensamente "stanislavskiano", tan “profundo” lo que se intercambian, que me desmadeja. Qué cansancio.
Advierto, claro está, cuidadísima elaboración formal (ese formato cuadrado y negativo en 35 mm y ese blanco y negro puro dreyerano, murniano), con una utilización plausible de esa estética expresionista deudora de Carl Hoffman, cameraman de Lang o Murnau. Incluso minimalista. También advierto un cuidadoso diseño de sonidos compuesto por diversos elementos (graznidos de gaviotas, rugir de olas, maderas crujientes o esos bocinazos del faro –fálico también han querido ver algunos, en fin… me pierdo, confieso mi escasa sensibilidad y percepción en este caso- puestos al servicio de un empeño que se me hace de más ostentación que eficacia narrativa.
No me gusta, la considero abrupta, escasamente sugerente la manera de introducir simbología pseudo fantástica, pues al fin y al cabo todo acaba derivando hacia un realismo asfixiantemente austero–o igual me he perdido algo- en torno al proceso de degradación mental de dos individuos aislados, asfixiados en un lugar aislado y en un espacio reducido.
Me encantó LA BRUJA, opera prima de Eggers, pero no le cojo el punto, la gracia esta vez con esta segunda puesta en escena cinematográfica. Y eso que le concedo una oportunidad y la veo dos veces, puesto que aquella otra fascinantemente evocadora obra de miedos ancestrales trasplantados a criaturas del bosque que acaban traduciendo estos, me había deslumbrado y dejado tanta huella que pensé que no la había contemplado con la suficiente atención. Pero en esta ocasión la reincidencia resulta en vano, lo que allí me deslumbró aquí me consume.
Y apelando precisamente al propio Becket, al cine de Tarkovski o a tantos otros referentes, ni mucho menos resulta tan original como tantos pretenden. Hace falta ampliar el conocimiento de quienes nos precedieron. También planea la sombra de Herman Helville, pero ya quisiera, ya, su autor haber conseguido una quinta parta de lo conseguido el escritor norteamericano con su –en todos los sentidos- inmenso y perdurable MOBY DICK.
Aun con todo le concedo un 3, que no está mal, por esos alardes fotográficos, sonoros, técnicos, pues las intencionalidades son eso, intencionalidades, y cada una las encaja o digiere como dios o el diablo les da a entender. No siento ninguna gana de volver a ella, signo inequívoco de que no me ha dejado huella, esa misma que ha dejado a tantos y que a mí ya me hubiera gustado que así fuera.
En modo alguno la considero desdeñable, pero en cualquier caso tampoco me genera pasión alguna, pese a reconocerle lo hipnóticas que pueden resultar algunas de sus imágenes que recuperan un “color” de ese cine clásico, añejo, por mí tan amado.
Por supuesto no tiene porqué ser incompatible, pero yo me derrito con cosas tan banales, “comerciales” (¿para qué hace acaso la gente cine? Y si a algún AUTOR pagado de sí mismo los aborrece, qué hace frecuentándolos) como EL APARTAMENTO, MILLION DOLLAR BABY, CON FALDAS Y A LO LOCO, PSICOSIS, CENTAUROS DEL DESIERTO, VÉRTIGO, LAS UVAS DE LA IRA, EL IRLANDÉS, MATAR A UN RUISEÑOR, CASABLANCA, LO QUE EL VIENTO SE LLEVÓ (anda que no puedo elaborar metáforas acerca de sus intenciones y la gradación de colores) o tonterías parecidas. Así de embrutecido y colonizado está mi paladar.
En fin, lo mejor en estos casos, es que quien de verdad la haya disfrutado lo siga haciendo en el futuro, y que quienes no nos haya sido posible así hacerlo o sentirlos pasemos rápido al siguiente estreno. Y todos tan contentos.
Nota: Como contraste les ofrezco una brillante y argumentada crítica del agudísimo y –al igual que me sucede a mí- entusiasta cinéfilo Carlos Rodríguez, gran amante del Séptimo Arte y de tantas delicatesen compartidas, aunque esta vez no me haya sido posible participar de la misma.
EL FARO, crítica de Carlos Rodríguez
De la misma generación de nuevos directores de cine de terror emerge como punta de lanza la figura de Robert Eggers, que consiguió con su ópera prima La bruja una de las películas más influyentes del género de los últimos años.
El faro sigue la historia de dos fareros que van a parar a una isla remota en la Nueva Inglaterra de 1890. Allí, realizarán las pertinentes labores de mantenimiento del faro, y pronto surgirá el conflicto. El estudio del espacio como elemento alienante del individuo es modélico. Cámara, fotografía y banda sonora se conjugan para oprimir a sus protagonistas, fantástica interpretación en un intensísimo duelo actoral entre Dafoe y Pattinson como hacía tiempo no veía en pantalla. La temática, pero también la atmósfera, posee tintes lovecraftianos, criaturas abisales que perturban en sueños a los personajes, dificultad para discernir entre lo real y lo imaginado, y pérdida irremediable de la cordura, espiral de locura in crescendo que desemboca indefectiblemente en ese prometeico final. La multirreferencialidad en El faro, no obstante, siempre está al servicio del relato, que inquieta sin ser explícito, y apabulla por su calidad intrínseca. Uno de los mejores diseños sonoros que yo recuerdo (eterno zumbido de un faro amenazante y con vida propia, sonidos que se distorsionan junto a la lucidez mental de los personajes) no solo confirma el talento de Eggers, sino que también rubrica este 2019 como el mejor para el cine de terror de toda la década.
José Luis Vázquez