Director: Otto Preminger
Intérpretes: Frank Sinatra, Eleanor Parker, Kim Novak, Arnold Stang, Darren McGavin, Robert Strauss, John Conte, Doro Merande, George E. Stone, George Mathews, Leonid Kinskey, Emile Meyer
Sinopsis: Frankie Machine, un hombre con talento musical, sale de la cárcel y, además, consigue dejar la heroína. Su principal problema será encontrar un medio de vida honrado y evitar las drogas y el juego.
Echo la vista atrás y son muchos las imágenes que recuerdo de esta –otra más- obra maestra del siempre infalible –igual su carácter poderosamente prusiano algo tuvo algo que ver- Otto Preminger, al que apodaban El Ogro, pero que fue uno de los adalides de la libertad en el Hollywood de la época (años 40, 50 y 60), el hacedor de la mítica LAURA.
Como ese momento del síndrome de abstinencia que padece el protagonista debido al monazo que tiene de pincharse. O el engaño –no puedo ser más explícito- de su esposa Rose. O la fina sensualidad de esa seductora nata que ha sido siempre Kim Novak. O la larga secuencia “noir” de la partida de póker.
Por cierto, su título hace referencia a la mano prodigiosa para repartir cartas en las timbas que tiene el heroinómano Frankie Machine, un escuálido y deslumbrante Frank Sinatra (en un papel previsto inicialmente para Marlon Brando), en la que probablemente puede ser considerada la mejor interpretación de su brillante carrera cinematográfica (de la musical ni hablamos, the great, un fulano que decía vender estilo en vez de voz). Y las tiene muy buenas. Tan solo dos años había conseguido el Oscar como mejor actor de reparto por su soldado Angelo Maggio en DE AQUÍ A LA ETERNIDAD. Pero yo prefiero la actuación que lleva a cabo aquí.
Volviendo a la sustancia fundamental que nutre esta historia, la drogadicción, es obligado señalar que EL HOMBRE DEL BRAZO DE ORO fue rupturista, audaz. Y es que cuando se rodó en 1955 corrían malos tiempos para expresar sin tapujo alguno ciertos asuntos delicados, este de los pinchazos o el sexo. De hecho, el propio Preminger había tenido serios problemas con la Liga Católica de Decencia por tratar con bastante desparpajo cuestiones referidas a la virginidad en LA LUNA AZUL, su primera película como productor independiente también. La segunda como tal sería sobre la que escribo.
Sensible a temas de fuerte contenido social y con un marcado cariz realista, escabrosos y tabú en aquel momento, combinó estos registros con los del cine negro o los del drama puro y duro. Al respecto, se hace asfixiante la relación triangular que mantienen sus cabezas visibles, ese aspirante a baterista que trata de rehabilitarse y las dos mujeres que le rodean, una esposa miserable y chantajista (no luce como en otras ocasiones su radiante belleza, pero está magnífica Eleanor Parker, la de SCARAMOUCHE, CUANDO RUGE LA MARABUNTA o SONRISAS Y LÁGRIMAS) y una amante, o mejor su gran amor, toda entrega y dedicación (una Kim Novak tan refulgente y tremenda como siempre).
Tampoco tiene desperdicio la fauna de característicos que pululan por ese barrio obrero de Chicago recreado en decorados, lo que viene a acentuar aún más su ya de por sí tono claustrofóbico, determinado principalmente por una dirección pródiga en planos medios y una inteligente utilización de un recurso que me suele irritar, el zoom, pero que en esta ocasión está muy bien puesto al servicio de planos que acaban derivando en primerísimos, como uno espléndido de Parker del que nunca me he olvidado. Me causó y me sigue causando pavor.
Estoy pensando mientras escribo esto en el camello Louie encarnado por Darren McGavin, ese que mientras le atiza un chute a Frankie le espeta que “sólo hay dos cosas que pueden acabar con la droga: más droga y mayores dosis”) o en ese amigo Pepito Grillo que luce Arnold Strong.
Y es que esta historia no deja de ser un formidable estudio de personajes agudo, certero, explicitados ya de partida por un poderoso guion firmado por Walter Newman y Lewis Meltzer. Y también un análisis sobre los distintos factores o causas que pueden llevar a una espiral como la expuesta, que van desde económicas, familiares, comunitarias o ambientales.
Pero que ello no les haga perder ni mucho menos de vista y oído, unos sintéticos títulos de crédito creados por un individuo que comenzaba a descollar en este apartado, del que acabaría siendo monarca. Me refiero a Saul Bass, el firmante de los que acompañaban también los compases iniciales de “tonterías” como PSICOSIS o VÉRTIGO.
Y por supuesto la rupturista y jazzística banda sonora de un joven Elmer Bernstein, en quien Premigner depositó confianza ciega, algo no muy usual en el mundillo.
Aunque lo que más me conmueve es un Sinatra en estado de gracia, capaz de graduar todo tipo de estados anímicos o de mostrar la degradación del ser humano en una media hora final escalofriante. Y la crudeza y verosimilitud con que es abordado un asunto tan tremendo.
Obra maestra sin posibilidad alguna de cuestionamiento y plenamente vigente.
José Luis Vázquez