Con la cena preparada me he quedado. Sentada. Los codos sobre la mesa; las manos, sujetando la cabeza; y el tiburón, mirándome. Mi tiburón azul. Hablándome. «Tú solita te has equivocado ―me dice. Y añade―: No sé qué viste en él.» Y me lo dice en un tono… Como si estuviera celoso. Para empezar, los tiburones no hablan, y los de plástico, menos (si cabe). Y, sin embargo, yo lo he oído. Ahora me pregunto: ¿ha movido la boca para hablar?, ¿la ha abierto?: porque, de haberlo hecho, se hubiera desinflado. Algo me pasa o algo le pasa al mundo. O estoy volviéndome loca o el mundo se está anovelando. Una de dos. Todo a mi alrededor es tan raro… Hasta yo soy rara, más rara que antes, desde luego, y pienso cosas raras y encima las escribo. Aunque escribirlas me hace bien, me centra, noto algún tipo de avance. ¿Qué tipo?: eso no lo sé: se trata de una percepción fuerte pero imprecisa.
Volviendo al Asunto Tiburón, le he respondido (en voz alta): «¿Que qué vi en él?: no soy tan analítica como tú: tal vez apostura, desenvoltura… No lo recuerdo. Me gusto y punto-corazón. Pero, mira, me ha salido un chiquillo despistado».
Me quedo mirándolo. «Mirándolo», pues, aunque desde que escribo soy leísta, la RAE solo aprueba el leísmo humano (masculino [singular]) y Tibu, por desgracia, ni siquiera es una animal: es un trozo de plástico lleno de aire. ¿Que no lo entiendes?… Lo explicaré mejor: si escribiera «mirándole», la RAE lo consideraría incorrecto porque únicamente acepta el leísmo de «le» por «lo» referido a personas masculinas y solo en singular. O sea, que el leísmo incorrecto se produce cuando «le» es utilizado como complemento directo que representa a animales o cosas.»¿Verdad que ahora sí lo entiendes?
Seguro que estarás pensando que a ti todo esto no te interesa. Que te da igual que yo sea leísta y lo que diga la RAE. Y lo entiendo. Te entiendo. Pero, entiéndeme tú a mí: ¿qué puedo hacer si soy así y me gusta escribirlo? Además, estoy sola. Me siento sola. Creo que nací con la soledad adherida a la espalda. Y mientras te escribo, sí, mientras te escribo porque escribo para ti, ¿para quién si no?, ¿para mí?, ¿para leerme después?, ¿para recordarme?, ¿para autocomplacerme?, vale, podría ser, pero ahora mismo estoy pensando en ti, en un/a lector/a sin cara que intenta descifrar el supuesto mensaje.
Seguiré explicándotelo. Por si acaso. Tengo dos opciones: te escribo o me pierdo en mi soledad. Creo que «mi soledad» no es como la tuya, creo que cada cual tiene su propia soledad, y aquí está la mía, mirándome, hablándome. No me gusta mi soledad. No me gustan las soledades. Por eso me he traído a Tibu, para abrazarlo cuando cualquier soledad esté a punto de atraparme.
Ay… Con la cena preparada me he quedado. Melancólica. Seré sincera: a punto de llorar estoy. Siento que necesito aire y me asomo a la ventana. El sol ya hace rato que se ocultó y a la luz de una farola descubro a Kodd, un viejo admirador, que se queda mirándome. Sí, tengo a un viejo admirador hablándome con los ojos. Mi único admirador. El único chico que vacación tras vacación me miraba con esos mismos ojos. Nunca le di una oportunidad y hoy me arrepiento.
Y, arrepentida de corazón, bajo corriendo las escaleras, pues ¡necesito hablar! «Por favor, que no se vaya…» De dos en dos (escalones) bajo; y el
primer tramo (para mí, el último), de tres en tres. Llego, me planto frente a él y le digo que se calle, que se limite a escuchar, que no pregunte nada, que se limite a respirar. Asiente con la barbilla. Vuelve a quedarse mirándome. Hablándome: con sus ojos verde mar…
*Si te has perdido los capítulos anteriores, puedes bucear en esta Barricada Cultural o leerlos de un tirón en:
http://mudandolapiel.blogspot.com.es/2015/09/la-novela.html