Las últimas palabras de Índig me han dejado pensativa. «¿Condición de personaje, mundo novelado, extraviar mis orígenes?» Qué tenue me siento al pensar en ello… No sé por qué. Pero me mareo, la cabeza se me va, incluso me cuesta respirar. «Me» soy yo… «Ji-ji…» (Ese «ji» doble es una risilla metal.)
Bah, no le daré más vueltas. Me pareció un poco rara y es muuuy rara. Como yo también lo soy, pensé que podríamos congeniar, pero sus «rarezas» son inquietantes y no me interesan. Porque lo que yo necesito es estabilidad…
Regreso a casa. La familia está en la playa. Le echo un vistazo a la despensa. Ni un solo limón. Apenas medio litro de agua embotellada (sin cloro). Y me muero por una limonada casera.
Bajo al super playero. Ya no hace tanto calor y se nota en el ambiente: la gente estaba agobiada… Algo me mira y me ve. Un tiburón azul. Está llamando mi atención. Lo siento. («Vas progresando, chica, un trozo de plástico lleno de aire se ha fijado en ti.») Mi tiburón azul… Y me imagino sobre él, entre las olas, bien agarrada a sus asas.
Me cautivan sus pupilones negros: fijos en su burlona esclerótica amarilla. ¿Los ojos de los tiburones tienen esclerótica? Qué más da… Y esa sonrisa picarona… Lo cojo por el asa y me lo llevo. Un crío intenta quitármelo. Me parece que es un hinchable infantil. «¡Aparta, champiñón! Señora…»
Resulta difícil recorrer un super playero en pleno agosto con un tiburón de metro y medio que, además, cuenta con unas aletas considerables. Y desconfío.
Algún bobo podría pinchármelo. Así que lo dejo en la caja y me voy sola a por el agua y los limones. Sola. Así me siento. ¿Puede un trozo de plástico hinchable hacerte compañía? Veremos…
Al salir me arrepiento. He comprado una garrafa de cinco litros y el apartamento está a doscientos metros. Y la malla de limones también pesa. En cuanto a mi tiburón azul, es ligero pero… «(!)» Ese signo de exclamación entre parentesis entrecomillados compendia mi sentir, lo que he sentido al verle, el estremecimiento que me ha recorrido ¡entera! cuando ‛el chico’ ha surgido de la multitud.
Y yo de esta guisa… ‛Mi’ chico viene directo hacia mí y noto cómo mis piernas empiezan a temblar. Llega a mi altura. El instante se dilata, caminamos a cámara lenta, y… ¡él me mira y me ve! El tiempo se detiene. Como si estuviéramos dentro de una peli y el espectador congelara la imagen para disfrutarla en silencio. Sé que ha llegado mi momento, y le suelto:
«Vente a casa y verás mi ventilador, mi paquete de brown sugar, mis cubitos, mi exprimidor».
Contra todo pronóstico, se para en seco y replica:
«¿Qué?»
En vez de contestarle, me pierdo en sus ojos. Antes de que (yo) consiga reacccionar, coge el botellón de agua y el tiburón. Estamos frente a frente, ¿obstruyendo? un río de veraneantes paseadores. Veraneantes que antes me miraban y no me veían. ¿Me ven ahora? No lo sé ni me importa. De repente soy otra, y le digo:
«No quiero que te canses: los limones los llevo yo».
* Si te has perdido los capítulos anteriores, puedes leerlos en:
http://sacamedaqui.blogspot.com.es/