A veces es necesario reflexionar acerca de las personas de quienes nos rodeamos, para saber por qué nos va de una manera o de otra en la vida. En nuestro entorno encontramos una amplia variedad de registros que de alguna forma nos influyen, en ocasiones inconscientemente o porque nos dejamos llevar por el ascendiente de cualquier tipo que tienen para con nosotros. Es un sistemático machaque, no siempre sutil, no siempre indiferente al resultado.
A las actitudes más extremas les he dado esos nombres, que seguramente no he inventado yo y con probabilidad he escuchado alguna vez, aunque no recuerde cuándo.
Las personas talismán son las que, con su sola presencia (física o espiritual), nos obligan a mejorar, a aprender, a crecer, a creer en nuestros sueños y a tratar de alcanzarlos, para lo cuál nos ofrecerán un elenco tan grande como grande sea su imaginación. Si uno de ellos falla, siempre tendrán una vía alternativa para empujarnos a intentarlo, azuzándonos, fustigándonos si es preciso con un látigo imaginario e indoloro. Son felices cuando lo hemos conseguido y disfrutan nuestro pequeño o gran éxito tanto o más que nosotros. A veces desoímos sus consejos o sugerencias, nos empeñamos en apartarlos de nosotros porque pensamos con desacierto que son pesados y recalcitrantes, y nos fastidia su entusiasmo por querer auparnos cuando nos ven flaquear. O porque estamos más ocupados enredándonos en el velo enfermizo de quienes, por el contrario, nos arrastran al fondo, donde están «los otros», los lastres, esos que, en lugar de soltar por el camino, nos echamos al hombro para hundirnos con ellos. Esa es su única intención: que les acompañemos en el descenso para no sentirse tan solos y tan miserables.
No, no es necesario ir a una tienda de artículos esotéricos para adquirir una turmalina. Simplemente debemos saber distinguir a aquellos que, con su actitud positiva, ejercen sobre nosotros la acción del mejor talismán.
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