miercoles, 28 de mayo

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Barricada Cultural

 

¿Hemos aprendido algo?

por Ignacio Gracia

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Lo malo de cumplir años es que tiendes a comparar los tiempos pasados con estos. Los primeros recuerdos a los que llega nuestra memoria por referencias orales corresponden a nuestros bisabuelos o tatarabuelos con suerte. Aquellos hombres desbrozaron montes para poder cultivar comida, arando después con mulas y rejos o hasta si hacía falta con manos de uñas negras. Esperaban con paciencia que creciera el trigo afilando hoces y tallando zocatas. La siguiente generación fue testigo de grandes avances técnicos, usaron máquinas empacadoras y en jornadas durísimas de infinito trabajo ahorraron céntimo a céntimo para comprar el terreno lindante e incluso modernos tractores. Sus hijos vivieron bien. Decidieron abandonar el campo y ser funcionarios. Especularon con las tierras y las vendieron a cambio de un buen plan de jubilación. Hoy sus hijos viven en un piso frío de cincuenta metros, le deben medio culo al ministerio y el otro medio al banco. Compran productos ecológicos que hubieran asqueado a sus ancestros y sueñan con tener un pedacito de tierra. Se reconfortan con una tomatera seca en el despacho con un cartel jocoso que reza: “Aquí se produce” y viendo series de señores y lacayos muy educados.

Nuestros tatarabuelos eran miserables analfabetos, pero se sabían todos los nombres de las plantas y de las estrellas. Sabían cómo hay que cazar cada tipo de animal y qué planta se come y cual era medicinal y cual venenosa. Sus hijos caminaban descalzos durante una hora para aprender a leer y sólo se ponían las albarcas al entrar en el colegio porque tenían que durar muchos años. La siguiente generación aprendió oficios y carreras rodeada por gente ansiosa de estudiar, osaron dialogar con los opuestos y querían cambiar el mundo. Abrían los libros con respeto para que no se deformaran demasiado pensando en el siguiente lector. Los hijos de aquellos fueron todos a la Universidad porque todo el mundo lo hizo. Sus padres le hacían las tareas o les ponían profesores particulares. Ellos tuvieron acceso a todos los libros pero jamás leyeron ninguno y durante las clases miraban las redes sociales. Todos saben leer y escribir pero se expresan con dificultad y cometen faltas de ortografía porque no le dan importancia a nada, salvo al teléfono o a la marca de zapatillas que estrenan. Hoy siguen viviendo en casa de los padres contemplando el título y esperando que alguien los llame para un trabajo de ejecutivo.

Para nuestros tatarabuelos el amor estaba asociado a caminatas de un día desde el cortijo al pueblo para cruzarte con esa persona, a rondas nocturnas y rejas heladas. A capotes que protegían de la impertinente luz de los faroles. A bailes en los casinos o en salones donde se tocaba el acordeón y deseaban que aquello fuese ya el establo. Algunas veces obraron el milagro de la procreación a través de las rejas. Eran hombres y mujeres y punto. Tenían una docena de hijos y con frecuencia después de cada nacimiento tocaba un entierro a los pocos meses, un enterrico. Sus descendientes se conocían en bailes o a la salida de la iglesia y se dedicaron a la vida y al amor sin reservas, con la misma desesperación de sus padres. Tuvieron muchos hijos que fueron pasto de la miseria o de las guerras. La siguiente generación bailó en guateques y discotecas. Creyó en el amor libre y sufrieron, rompieron sus corazones y repartieron los miles de pedazos. La siguiente generación fue de hijos únicos, aunque hubiera varios hermanos; o tuvo hijos por accidente porque el trabajo no permitía cuidarlos adecuadamente. La última generación no piensa tener hijos por egoísmo. Tiene miedo del sexo y prefiere relacionarse a través de redes sociales donde usa nicks y personalidades mezquinas, o se toca viendo series sobre personajes de la época de sus abuelos.

Los abuelos jugaban al rejo o a la tábana y cuando festejaban, festejaban. Bebían botellas de aguardiente de un trago y disfrutaban –igual que trabajaban- hasta derrumbarse. Fumaban cigarros sin filtro que dejaban un humo azulado. Eran parcos en palabras y mataban a los chivatos y a los cobardes. Sus hijos tuvieron juguetes de cartón, bebieron vino y zarzaparrilla. Eran maestros con las escopetas de plomillos, jugaban a la goma o al burro, y se desataban en las fiestas de los pueblos y en las verbenas despilfarrando lo que habían ahorrado en la vendimia o en la aceituna. Sus hijos bebieron muchos cubalibres en discotecas al lado de futbolines. La siguiente generación hizo botellones pensando que a ellos nunca les daría un coma etílico o que eran demasiado listos para coger el sida porque eso no le pasaba nunca a los influencers. O que si lo cogían te tomabas una pastilla y punto. Para eso pagaban los padres el seguro médico. Esta última generación pasa la vida sin levantar la vista de la pantalla del móvil. Comen lo que les gusta, nunca verdura, se inflan a Cheetos y a Redbull, son obesos y participan virtualmente en juegos en los que sus avatares realizan hazañas con menos actividad física que la que hacían sus abuelos en el campo. No saben que esos abuelos liberaron París, pertenecieron a la mejor infantería de la historia, o que las batallas en las que lucharon inspiraron sus videojuegos.

Las personas a las que legamos el futuro están tranquilas, porque piensan que en el salvaje mundo exterior se podrán guiar con el móvil que obtendrán como premio por no tripitir curso. Un aparato que cuesta más que todo el dinero que ahorró su abuelo en su miserable vida de sacrificios. Precisamente aquel abuelo cuyo entorno no era su habitación, sino un vasto campo bajo un cielo infinito. Aquel abuelo que no necesitaba aparatos para ubicarse, porque se orientaba perfectamente por las estrellas. Permitidme preguntaros, amigos, si consideráis que hemos aprendido algo durante estos últimos años.

 

Foto: lagaceta.es