Septiembre es un mes de tránsito en el que acaba el verano, empieza el curso académico, comienzan a caer las primeras hojas de los árboles caducifolios, las culebras se repliegan a hibernar a sus cuarteles, las castañas van llenando el suelo de los caminos con ese color que parece estar barnizado y que después, unos días después, ya se ha vuelto opaco y no resulta tan atractivo… Y en el que vuelven las moscas con inusitada energía y más ganas de molestar que nunca.
Desde siempre me ha intrigado saber de qué pasta están hechas las que han sobrevivido a los matamoscas, los insecticidas y los manotazos durante los previos meses de calor. ¿Serán las mismas que, convertidas en seres mutantes inmunes a todo tipo de peligros, han logrado hacerse fuertes como superraza y van a por todas? ¿O serán de una especie más inteligente que ha permanecido durmiendo para atacar con mayor virulencia cuando menos te lo esperas?
Porque es increíble que cuando, en medio de un sueño, creas estar siendo atacado por una horda de sanguijuelas o vampiros-chupasangre, te despiertes y compruebes con estupor que se trata de una simple mosca de las de toda la vida. Una simple mosca inofensiva que se supone —porque ese papel les está reservado por Ley— tan solo puede incomodarte con su runrún molesto y, como mucho, posándose en tu brazo.
Craso error: el picotazo que te deja una mosca de septiembre realmente da mucho que pensar. Supera (con mucho) al de los tábanos, y eso que lo de los tábanos es de punto y aparte.
¿Qué tendrán las moscas de septiembre que las hace tan diferentes?
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