Si hace algún tiempo os hablé de su madre, Sofía de Baviera —más conocida por ser la suegra “mala” de la emperatriz Sissi—; hoy me toca contaros del segundo de sus hijos: el archiduque Maximiliano de Austria, que nació un seis de Julio —como hoy— del año de 1832.
Las malas lenguas atribuían su posible paternidad al joven Rey de Roma, el vástago del destronado Napoleón, que vivía entonces exiliado en Viena con su familia materna. Sofía y Napoleón II habían tenido una estrecha relación, que muchos quisieron ver como un amor prohibido. Mientras ella daba a luz a Maximiliano, su supuesto amante agonizaba de tuberculosis. Una historia trágica.
Aunque entregó su vida a la causa del Imperio Austro-Húngaro y a su hijo mayor, el emperador Francisco José; Sofía de Baviera estuvo siempre muy unida a su segundo hijo Maxi, al que amaba profundamente. Éste se convertiría en un joven muy agraciado, además de un excelente conversador, y sumamente culto.
Le dio una gran alegría cuando se casó con la princesa Carlota de Bélgica, con la que enseguida hizo buenas migas, al contrario de lo que había pasado con su primera nuera y sobrina, Sissi.
Sin embargo, esta buena sintonía se terminó cuando Maximiliano aceptó, aleccionado por Francia, la corona imperial de México. Su madre y otros miembros de la familia no veían con buenos ojos esta aventura, en un país distante y problemático. Pero Carlota, que soñaba con un trono para su marido, instó por todos los medios a su alcance a Maximiliano para que aceptase.
La nueva pareja imperial llegó a México en 1864, y desde el principio trataron de ganarse las simpatías de su nuevo pueblo, volcándose en lo que hoy llamaríamos obras sociales, y también en crear infraestructuras. Maximiliano comenzó a construir, además, museos para ayudar a conservar y potenciar la cultura mexicana. Y por su parte, Carlota se volcó en celebrar fiestas y actos benéficos para recaudar dinero que emplear en las necesidades de sus súbditos. Ambos se enamoraron del país, de sus paisajes, y de sus gentes, pero éstas mostraban más bien indiferencia hacia los recién llegados.
El matrimonio no tenía hijos, y no parecía probable que llegasen a engendrarlos, así que adoptaron a dos nietos de Agustín de Iturbide, el que fuera primer emperador de México.
Maximiliano fue un gobernante más liberal y de ideas más avanzadas de lo que sus únicos partidarios, los conservadores, así como el Imperio Francés, podían tolerar; con lo cual fue perdiendo los apoyos que tenía. Él deseaba gobernar únicamente en favor del pueblo mexicano, y el resto de potencias involucradas no estaban por la labor de permitírselo, lo que nos llevaría al trágico desenlace.
El archiduque austríaco fue capturado por los opositores mexicanos a su régimen, y resultaría fusilado, tras un juicio sumarísimo ante Tribunales Militares, el 19 de Junio de 1867, en Querétaro.
Ni su madre ni su esposa lograron levantar cabeza desde entonces. La archiduquesa se convirtió en una sombra de lo que había sido, y limitó a las mínimas sus intervenciones públicas en la Corte vienesa. La emperatriz Carlota, que en el momento del trágico deceso se encontraba en Europa buscando desesperadamente apoyos que nunca llegaron, perdió la razón teniendo que ser ingresada en un psiquiátrico.
Y ésta fue, a grandes rasgos, la vida del desdichado Maximiliano, que nunca fue capaz de encontrar su lugar en el mundo. La Historia no le ha hecho justicia, ensombrecida su biografía por la de otros personajes relevantes de su tiempo, como su propio hermano Francisco José, o Napoleón III. Tenía buenas intenciones, pero eso no es habitualmente lo que cuenta en política, ¿verdad?
¡Nos leemos!