jueves, 25 de abril

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Barricada Cultural

 

Tres pastores (El alma de Juan García)

por Ignacio Gracia

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Me gusta contar historias que en algunos casos parecen increíbles. Creo que con esta toco techo en ese sentido, porque no es que sea difícil de creer; pienso que os va a parecer mentira.

Esta es la historia de unos amigos que se hicieron mis padres y abuelos hace más de 40 años de la forma más tonta posible: a mi familia le gustaba el campo y ellos estaban allí como pastores. Esa primera relación compartiendo alguna comida, seguro, entre gente sencilla dio paso a una franca amistad, humilde como sus protagonistas, con la mejor gente que posiblemente he conocido en mi vida. Y sólo quiero describiros como vivía esa gente hace no demasiado.

Eran pastores de una finca cerca de mi pueblo, en mitad del campo. Sin luz eléctrica ni agua corriente (esto será inimaginable para algunos). Vivian en el cortijo con el ganado al lado y los primeros años que los conocí (no había normativa aplicable) también hacían queso en mismo lugar. Os podéis imaginar la cantidad y calidad de descomunal trabajo para las tres personas.

Adivinad como cocinaban, o como se refrescaban: leña y pozo. Imaginaos casi 300 ovejas y el sol de justicia de agosto. Imaginaos que duermes al lado de donde está el pienso de las ovejas. Piensa que con 35 grados de noche sofocante te corre una rata por el pecho y “te da gusto”, porque tiene las patas fresquitas. Pues no nos pongamos remilgados. Supongo que empezáis a percibir la pasta de la que están hechos estos hombres. Este es el eslabón que conectó la posguerra con el estado de bienestar. La olvidada.

Nunca los vi quejarse. Pedro, el mayoral, me comentó que cuando tienes sed de verdad no te importa beber del charco del que horas antes ha bebido un lobo. Que lo más fresco que consigues es la temperatura del agua del pozo, y tan contento. Que muchas cosas perecederas como los yogures aguantan si no se refrigeran, vaya si aguantan. Se come de lo que haya y se hace lo que se tenga que hacer y punto.

No he vuelto a ver en mi vida gente que haga su infinito trabajo con mejor ánimo. Y en las condiciones que os cuento. Eran supervivientes. Eran ecologistas de verdad, conocían cada planta, cada árbol. Todos los animales y los sonidos que el mapa de la tierra despliega para aquellos que los saben leer. Distinguían a cada una de sus ovejas y hasta a la rata vieja de la que os hablé. Era vieja porque tenía los bigotes blancos, fijaos en los detalles como ellos.

Una de las veces que saludé a Pedro descansaba de pie, apoyada la cadera en un garrote hecho de una raíz, con un nudo de madera gordo en el extremo, una porra, como si fuera un trípode. Mientras lo saludaba, durante una fracción de segundo noté que miraba detrás de mí, y luego volvió a mirarme. Cuando me di cuenta se había incorporado y había lanzado el garrote hacia el sembrado. Una liebre muerta. En un segundo. Con lo que creía yo que me iba a preparar para comer todo lo que estaba estudiando en la Universidad de los libros, en vez de la Universidad de la vida. Luego me explicó que el garrote hay que tirarlo de forma que vaya dando vueltas abarcando mucho. De esta forma es relativamente fácil acertar a la pieza. Y no hay que matarla, solo desequilibrarla. Es la propia velocidad que lleva la liebre la que hace que se precipite descontrolada contra el suelo o contra una piedra, desnucándose. El resultado suele ser un zurrón lleno y una buena comida. A partir de ese día decidí que iba a ser uno de mis superhéroes.

Disfrutaban de las cosas sencillas de la vida, como de comer galianos o judías con perdiz sin olvidar un trozo de tocino rancio. De una sombra debajo de una encina. De un soplo de aire. Y os aseguro que parecían felices, que vivían una vida mucho más auténtica que la de ahora. Recuerdo que les gustaban mucho compartir y beber cerveza, que en aquella época se suministraban cajas de plástico azul. Lo normal era tomarse por lo menos una caja de botellines. La ventaja era que una vez que te la bebías te podías sentar en la caja a descansar, recuerdo a Juanra como si lo tuviera delante y os juro que aquello parecía un trono. Luego hasta la aprovechabas para ponerla en el trasportín de la bicicleta, aquello era ecología. Recuerdo a Félix, el tercer mosquetero, abrir las cervezas con los dientes. Los tenía perfectos, la tez muy morena y unos ojos verdoso-amarillentos, casi lobunos, que he prestado a mi personaje Juan García. Cualquier excusa era buena para compartir lo que se tenía con los amigos, podéis imaginar las voces que se pegaban en aquella cocina.

Sobre lo de aguantar, un ejemplo son unos cólicos de la vesícula que le daban a Pedro y que le hicieron operarse treinta años más tarde. El dolor era tan fuerte que se desmayaba, pero se dio cuenta que no pasaba nada después; así que sólo tenía que tener la precaución de tirarse con cuidado al suelo para no hacerse daño cuando le daba y cuando se despertaba seguía trabajando como si nada. Con un par. Se le curaban enseguida las heridas. Hace poco lo intervinieron y en vez de llevarlo en camilla a la UVI se bajó el solo de quirófano recién operado para evitarles la molestia.

No os he hablado de las condiciones laborales que tenían, pero os las podéis imaginar. Cobrando una miseria y debiéndoles el patrón de media 5 o 6 sueldos “porque estaba muy mala la cosa”. Con 55 años decidió que ya estaba bien de tanto sacrificio, y que podía acabar de trabajar en otro sitio hasta que pudiera disfrutar de una jubilación más que merecida. El problema es que al cambiar de trabajo se dio cuenta que su anterior empresario, el “amo” como lo solían llamar, aparte de sólo pagarle la mitad de los atrasos que le debía (cosa que esperaba), tuvo el detalle sí inesperado de no haber cotizado por él nunca a la seguridad social. Nunca. Con 55 años empezando a cotizar. Ese era el panorama.

Por suerte eran tiempos relativamente cercanos, y le dieron la posibilidad lógica de denunciar al empresario. Podía implicar indemnización y posiblemente cárcel, pero no arreglar su situación de cara a la jubilación. Pues aquí es donde viene lo bueno. Lo dejó pasar. Tuvo la clase de no denunciarlo para no mandarlo a la cárcel. Empezó a cotizar con 55 trabajando en las calles. Hoy está felizmente jubilado. ¿Sabéis por qué no lo denunció? Porque no quería mandarlo a la cárcel. Porque afortunadamente no era igual que él.

¿Os he dicho que es uno de mis superhéroes?

 

Foto: trianarts.com