jueves, 31 de octubre

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Barricada Cultural

 

El desafío

por Ignacio Gracia

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Alucino. En Eurosport están retransmitiendo el campeonato del mundo de futbolín. Final: Francia-Alemania. No sabía que esto era un deporte televisivo.

Se juegan dos partidas dobles y dos individuales. ―Joder, qué recuerdos― Esto me hipnotiza. Como controlan los cabrones. Veo un par de partidas. Los alemanes acaban de empatar y todo queda para el último individual. El alemán es joven y muy, muy rápido. Ha ganado una partida antes jugando en la delantera y es buenísimo.

De repente lo veo. Se me encienden las alertas. Veinte años después el instinto sigue vivo. El francés acaba de agarrar los mandos. Encorvado, tiene orejas de soplillo, extremadamente delgado, con grandes ojeras, aspecto enfermizo y mirada huidiza. Feísimo. Lleva la marca de perdedor en la frente, el estigma de Caín. Mueve la delantera con la muñeca, no con la mano, y se nota que la tiene dolorida. Pero…

―Ese tío es una máquina―

―¿Con la pinta que tiene? –Interpela mi amigo― Parece un friki. Vamos ese no es capaz de hacer nada en la vida.

―Precisamente. Porque lo único que hace decentemente en la vida es jugar al futbolín.

Sonrío con ferocidad, enseñando los colmillos. La mueca de perro viejo me ilumina la cara y me marca las arrugas. Conozco a esa gente. En el argot, los llamábamos “viciosos”.

Efectivamente, el chico es un fuera de serie. Cuando para la bola con la delantera, toca el mango solo con la muñeca y hace un gesto mecánico de rotación, casi imperceptible, a una velocidad endiablada. Gol.

Y cada vez que la para repite, con una facilidad que resulta humillante para el contrario. Gol. 6―0 y 6―1. Gana Francia. Esto es brutal, sobre todo a estos niveles. De chaval cuando te hacían eso tenías que pasar por debajo del futbolín a cuatro patas.

Entiendo perfectamente cómo se siente el francés, cómo lo felicitan sus compañeros pero marcando la distancia, alucinados, temerosos de tratar a un paria de la sociedad que, por un breve lapso de tiempo, brilla con la luz cegadora de un genio.

Ese tío está en la cima del mundo. Y solo. Como él, aunque en un barrio de pueblo yo también crucé victorioso las puertas de Tanhausser como el replicante. Yo he vencido gigantes con pelo engominado, que pasaban a los billares con el radiocasete extraíble en la mano, pantalones Levi’s, polo Lacoste y llavero de Golf; ostentando una clase, un nivel de vida al que soy consciente que nunca podría aspirar. El tipo de persona que liga rápidamente con chavalas. O que simplemente liga. Chulito y guapote, encima de gimnasio, que se cree bueno al futbolín. Y en efecto es bueno. Pero hoy no es tu día amigo, porque este es mi reino.

Futbolines con jugadores de dos piernas, de hierro. Disposición 3-3-4. El campo enorme, combado hacia el centro. No vale cambio adelante, sí pararla. Olor a grasa vieja, a suciedad, a humo rancio, a futbolines. A cigarros de a peseta, vendidos de uno en uno a menores, ilegalmente por supuesto. El mango de madera barnizada, con holgura, con un tornillo oxidado que siempre se te clavaba.

Soy zurdo. Endiabladamente rápido en la media. Solo tengo que tocar un poco la bola, una fracción de segundo, no pido nada más. Juego con la delantera desfasada 45 grados respecto a la media, y disparo moviendo las dos líneas a la vez. El jugador de la delantera desvía el tiro de la media, pero no a velocidad de pase, sino a velocidad de disparo. Una combinación demasiado rápida para el ojo. La gente generalmente cree que es suerte. Pocos sospechan que controlo la jugada.

Sé lo que es vencer 23 rondas seguidas. La gente primero habla de fortuna, luego se cabrea y después ya no dice nada. Se calla y te admira y te odia a partes iguales.

He vivido partidas en las que una bola duraba 15 minutos. Ocasiones en las que la bola saltaba al techo y volvía al futbolín y según bajaba calculabas para empalmar un terrible disparo con la media y sobre el cañonazo el portero paraba el tiro. Nos mirábamos a los ojos desgüevándonos, porque sabíamos que no era suerte. Todo estaba controlado. Alucinados por desperdiciar la juventud en desarrollar un talento sublime en algo que nadie valora salvo nosotros. Orgullosos de ser lo que somos.

He jugado con porteros que metían más goles que yo. El saludo tras el gol, grito de rabia que liberaba la tensión, acababa de machacar a los perdedores. Recuerdo echar un salivazo a la barra para lubrificarla, con un corro de pequeños alucinados que nos rodeaban y nos agobiaban, y luego se quedaban en los mismos futbolines intentando repetir lo que acababan de ver, tal y como hacían con el fútbol de verdad tras los partidos de la tele.

El jugador del extremo distante de la delantera pisa la bola entre las dos piernas. La barra se curva y transmite un movimiento a la vez de arriba hacia abajo y de izquierda a derecha pisando la bola, que describe una trayectoria curva tras la mordida, dando vueltas por el efecto, casi imposible de parar. Años más tarde los estudiosos de tiro curvo de Rafa Nadal o de Messi lo justificaron por un fenómeno físico llamado efecto Soret. Yo lo llamo, como todos, avión, y es mi jugada maestra.

Crecimos y seguimos en los futbolines, con la diferencia que nos llevábamos 3 en 1 para engrasar las barras. Empezamos a apostar dinero en las partidas, hasta 500 pelas por entrar a jugar. Ganaba dinero. Era el rey.

 

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Como en un mal sueño, alguien te espeta a bocajarro, saboreando las palabras:

―En Herencia hay un tío al que nadie puede ganar al futbolín. Y encima dicen que es manco.

El silencio se apodera de mi trozo de barra. Todo el mundo me miraba. Aparentemente nada importaba. Pero ya estaba lanzado el desafío. Todos me tenían ganas.

―Bueno, pues esta tarde le ganaré al manco de Herencia. ¿Os venís alguno a acompañarme?―Sonreí.

 

Foto: payasosdalmatas.es