miercoles, 16 de julio

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Barricada Cultural

 

Duelo en el OK Corral

por Ignacio Gracia

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El espíritu emprendedor es fascinante. Y la nuestra es una tierra de gente que se embarca en un sueño sin que importe tener certeza de si te espera al otro lado El Dorado o la cascada de los límites del abismo. Quizás sea porque la miseria que abandonas es peor que el infierno que se va a atravesar, pero eso no quita un ápice de las agallas que hacen falta para atreverse. Por eso fuimos la mejor infantería de la historia.

Pues aventura es tener un negocio de ventas de pollos y un camión libre unos días a la semana. Y dedicar una persona a la loca idea de visitar los pueblos pequeños de la mancha profunda para la venta ambulante en vez de venderlos por internet. En esta odisea se embarca un amigo mío como vendedor, transitando por carreteras olvidadas, rellenas de parches como las cámaras de un viejo ciclista. Aldeas, caseríos, cortijos o casas de labor dispersas por la infinita llanura manchega. Pueblos pequeños, o no tanto pero mal comunicados para que exista un supermercado, un servicio de reparto o simplemente buenas conexiones con los afortunados pueblos de al lado.

Es curioso el mimo y la moral con la que se emprende el viaje. Sabiendo que hay que vender, que se traspasa la frontera de lo conocido, la zona de confort. Saber que vas a ser siempre un forastero. Un tipo de la frontera, peligroso para lo establecido desde hace siempre. Portador de noticias, novedades, ungüentos mágicos o hasta del progreso, con los peligros y la condenación infernal que asocia. Pero la clase de personas que hace que el mundo avance, los que dan el primer paso o establecen el primer contacto, da igual que sea vendiendo congelados en un pueblo, cruzando un océano por primera vez o intentando saludar a un extraterrestre diciendo “Hala Madrid”.

La incertidumbre de si se va a llegar a buen puerto. De si habrá víveres suficientes para llegar a Las Indias o si se venderá lo suficiente para cubrir gastos y empezar a ganar dinero. Para ello mi amigo selecciona los mejores pollos, los más vistosos para que luzcan como orgullosos marineros de su camión. Poco a poco va ofreciendo el género con una sonrisa en la boca, transmitiendo la sensación de que seguimos siendo invencibles, hidalgos por encima de todo. De que el negocio de los pollos es en realidad una excusa porque lo que hacemos lo hacemos por beneficiar a los afortunados clientes, por poner una pica en Flandes o por contribuir a la historia con la mejor infantería polleril que vieron los siglos.

Y la suerte favorece siempre a los audaces, pese a transitar por territorio comanche. Lugares en los que forastero es un insulto o una clase social de parias. Sitios en los que lo nuevo es un peligro, o que el mundo fuera de las lindes de tu pueblo se resume con la frase genial de aquel campesino: “cuanto de todo que no me hace falta…”. Sitios en los que apartarse para que circule el coche que viene de frente por todo el medio de la calle es normal, porque es del pueblo. O aquella ley de tráfico sagrada: en mi puerta no puedes aparcar, porque es mi acera, obviamente. O sugerir que debías pagar por beber de la fuente, porque no eres del pueblo (todos los viejos con gorra sentados en los bancos asienten al unísono).

Imaginen el cuajo del personal, sobre todo si transitas en día de fiesta. Por ejemplo, las de los quintos que van a pedir dinero casa por casa para organizar una fiestecilla, con el matiz sutil que utilizan como llamador un tronco de cepa de olivo que portan entre cuatro a modo de ariete. La gente suele abrir antes de que el tercer golpe reviente los goznes, qué majos los chavales. Qué se va a hacer si es que están borrachos y alegres, se nota porque van tirando tiros al aire con las escopetas de cartuchos de postas loberas. A ver si vas a ser agarrado y te vas a negar a rascarte el bolsillo, paisano, que te conozco.

Pues en este ambiente con las buenas formas y la mucha paciencia el negocio empieza a prosperar. Vas vendiendo ganándote la confianza poco a poco, y en menos de un mes ya amortizas el viaje vendiendo en una jornada un cuarto de la carga. A partir de eso prosperidad, que te lo has currado.

Pero he aquí que el tercer día del tercer mes transitas por la calle principal del pueblo y notas un silencio denso, artificial. Y de repente los ves enfrente de ti, un viejo camión atravesado en mitad de la calle y la silueta de dos tipos grandes que te esperan con el sol a su espalda. Son los otros polleros. Empiezan a increparte, diciendo que es una vergüenza lo que les estás haciendo, que nadie les va a robar el pan de sus hijos. Mi amigo, curtido en batallas, sabe que es estúpido razonar con ellos, o plantearse siquiera el derecho de todos para alimentar a la prole de forma honesta. Es una emboscada.

En tono de los improperios de los polleros sube, hasta que uno de ellos se mete en el camión y saca una barra de hierro. A continuación se repite el silencio. Mi amigo no es de los que corren. Como soldado viejo sabe lo que ha costado llegar hasta allí. Valora profesionalmente complexiones y posibilidades. Sabe que le van a dar bien, pero que ellos tampoco se van a ir de rositas. No va a retroceder. Como dijo Alatriste al Maestre de Campo enemigo en Rocroi: “Agradezco a vuecencia su generoso ofrecimiento, pero le ruego un poco de paciencia. Dentro de poco estaremos todos muertos y quizás entonces hablaremos de rendición..."

Y cuando va a suceder lo inevitable, una puerta se abre justo al lado de la ventana en la que segundos antes se movían discretamente los visillos. Salen a la calle dos viejas vestidas de negro. Secas como la mojama. La primera empieza a increpar a los polleros con la mala leche que sólo da esta tierra a las mujeres. Unos ovarios de granito que son los únicos capaces de aguantar el peso del infinito cielo manchego. La vieja dice que dejen en paz al chico que está trabajando, y que si no les da vergüenza vender lo que venden con el camión cochambroso que llevan y con la mierda de pollos que ofrecen, no como los hermosos ejemplares de mi amigo. Que lo que tienen que hacer es irse del pueblo y aprender educación. La palabra educación la escupe casi en la cara del más grande de los dos. Si las viejas de los pueblos manchegos acojonan como promedio, imaginaos las de este pueblo peculiar.

Algo vio el pollero en los ojos de aquella mujer que le hizo retroceder como un gato escaldado. Se montaron en el camión sin decir una palabra y arrancaron dejando una estela de humo negro en el horizonte. Tras alisarse las tablas de la falda negra la vieja se dirigió a mi amigo: “Bueno, a ver que tienes hoy, hermoso, que me tienes que hacer una rebaja”.

 

Foto: es.negocius.com