viernes, 29 de marzo

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Barricada Cultural

 

Hoy toca sincerarse

por Ignacio Gracia

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Cuando la madre de Aquiles lo despide antes de marchar a la batalla de Troya le comenta que su leyenda y su maldición van unidas. Salvando las distancias, uno de los mayores privilegios que tengo es también lo que a veces peor me hace sentir, mi maldición. Me refiero a mi trabajo en el ámbito de la investigación. Creo que tengo la fortuna de poder dedicarme a una actividad que, si bien es inacabable, tiene la ventaja de ser un reto diferente cada día. Además, en mi caso tengo la satisfacción de dedicarme a una temática un tanto diferente de las habituales. En vez de dedicarme a diseñar desde el punto de vista teórico moléculas o reacciones con escasa o nula aplicabilidad real (esto es válido sólo para su estudio, me comentaron una vez…), me dedico a una actividad de carácter aplicado. Y tengo además la enorme justificación, por ejemplo, de no dedicarme a trabajar para que hombres ricos de una multinacional sean un poco más ricos. Me dedico a una investigación que comprueba y aplica las propiedades para la salud de un producto tan tradicional como el ajo. Y esta aventura que va casi para dieciocho años, está en fase de investigación médica -entre otras- sustituyendo la quimioterapia tradicional para cáncer de colon en ratones con unos resultados espectaculares. Estos éxitos compensan muchos años de desvelos, y francamente, tener la certeza de que tu trabajo vale para algo es más que estimulante, para variar. Pero…

Aquí es donde viene la maldición. Cuando llevas unos años conociendo los entresijos de las empresas alimentarias y farmacéuticas te das cuenta de cómo funciona la maquinaria. Imaginad. Y se te queda cara de soldado viejo. Te das cuenta de que las posibilidades reales de que un producto desarrollado mediante investigación pública acabe en el mercado son, digamos, escasas por decir algo. Y esto nada tiene que ver con los resultados por desgracia. Suele tener poco que ver. Porque lo que pretendes desarrollar es competencia de otros productos muy, muy caros.

Somos conscientes de que un desarrollo a farmacia puede implicar un par de décadas y otro par de decenas de millones de euros. Sí, tal y como estamos. Pero los jodidos ratones sobreviven, se ve a simple vista que están más gordos que los que usan la terapia tradicional, que juegan y se acicalan. Este es el primer problema, saber que estás con algo que quizás te queda grande, y no hablo de investigación. La solución a corto plazo que encontramos a esto es intentar desarrollar un producto que se venderá como complemento nutricional y que podrá bajo este modesto epígrafe aprovechar las enormes propiedades que ya conocían en Egipto (y la abuela) del producto. Pero en este caso concentradas y mejoradas, evitando problemas de aliento y de conservación a lo largo del tiempo o de degradación con la temperatura (hecho que sucede solo con cocerlo): antibacterianas, vasodilatadoras, hipotensoras, antitrombóticas, antioxidantes… Vamos, la purga de Benito, que se dice en mi pueblo.

Pero qué queréis que os diga. Sabe a poco, ¿verdad? No te lo puedes quitar de la cabeza. Hace unos años una amiga que ya sabía de los todavía prometedores resultados sobre el cáncer me preguntó para dárselo a su padre. Yo sabía que funcionaba, pero que quedaban décadas de trabajo. De mi trabajo, de lo que no has hecho. Fue la peor sensación de frustración de mi vida profesional. Un baño de realidad. Y te sientes impotente. Una mierda. Avergonzado por no poder tener una solución ahora. Simplemente por no poder, porque es tu tarea. Y como se decía en Troya en el desembarco: “Remad, apresuraos, que hay Griegos muriendo en esa playa…” Personas muriendo. A algunos los conoces por desgracia y les estás fallando.

Y no sabéis como entiendo a mi amiga. Porque hace pocos años mi padre tuvo un cáncer cerebral. Y si no hubiera sido verano y se hubieran perdido las muestras de la biopsia (eso es otra historia), hubiera podido comprobar in vitro la actividad de nuestro producto sobre el cáncer de mi padre. Quizás mejor así, porque estoy seguro de que hubiera funcionado, porque ya habíamos visto hace tiempo la eficiencia en tumores cerebrales, incluso los más jodidos. Imaginaos el sentimiento de frustración renovado. Y hace poco otro amigo, como un hermano. La misma historia. Y con cada vez mejores resultados en los ensayos.

Soy realista, pero no me rindo. Tengo la enorme suerte de tener algo por lo que luchar, aunque no sabéis lo mierda que me siento a veces. Imaginaos lo que me pasa por el cuerpo cuando veo desperdiciar el dinero público. No hablo de millones de euros, hablo de miles de millones de euros.

Soy práctico. Entiendo el juego de las multinacionales. Tengo, es mi trabajo, razonablemente los pies en la tierra. Pero no me rindo. Seguimos buscando soluciones, alternativas, farmacéuticas locas que empiecen en el mercado con un producto novedoso. Este lo es. Entiendo que no haya dinero público, que estemos con el cinturón apretado. Pero lo que no entiendo es que sea sólo para ciertas cosas. Y me endemonio. Solo pido unas migajas de esos miles, los últimos decimales de la cifra redonda gorda. Por eso hay veces que no me aguanto. Ni a mí, ni a las farmacéuticas, ni a los políticos.

Pero no os preocupéis. Como le dijo Diego Alatriste en Rocroi, la última batalla, al maestre de campo enemigo: “Agradezco a Vuecencia su generoso ofrecimiento, pero le ruego un poco de paciencia. Dentro de poco estaremos todos muertos y quizás entonces podamos hablar de rendición”. Vamos, que no me rindo. Este investigador y este proyecto no se rinden.

 

Foto: lacerca.com