miercoles, 24 de abril

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Barricada Cultural

 

Eslabones de una historia (V): Pista americana

por Ignacio Gracia

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Diluvia sobre la pista americana. Veinte soldados se arrastran literalmente sobre ella, cargados con fusiles, mochila y el pesado equipamiento de combate. Reptar por el barro bajo el alambre de espino, trepar, subir por la pronunciada rampa del terraplén, sprint, tiro de precisión. Una y otra vez. Hasta reventar.

Hay algo que tiene mosqueado al cabo Peláez. Debajo del capote impermeable está inquieto, tiene un pálpito extraño. Su instinto de cabo chusquero, infalible como su capacidad de predicción de las copas necesarias para tumbar a un niñato, lo mantiene alerta. Hay algo que no encaja. Entre los soldados, casi todos muy buenos, hay tres o cuatro que destacan por su precisión, otros por el aguante. Con el paso de la prueba hay sólo un par que todavía combinan las dos cosas, habrá que ver si aguantan hasta el final. Y luego está el jodido manchego, García. El del pálpito. Nunca es el primero en nada. Pero siempre en el grupo de cabeza. Siempre el cuarto o el quinto, sin destacar, siempre. Peláez sabe que la casualidad no existe, que el cinco nunca sale tres veces seguidas en la ruleta. Sospecha, sabe en realidad, que el cabrón lo hace adrede. No quiere ser el primero. Ahora mismo acaba de echar una mano a un compañero en el lodazal del terraplén tirando disimuladamente de su cinturón con la mano oculta a la vista de cabo. No le hace falta verla a Peláez, ha visto a muchos soldados caer reventados en el barro, y a ese le han levantado a medio camino. Arrecia la lluvia. El barro casi se traga a todos, avanzar es imposible. Casi al unísono deciden que ya está bien de prueba, cayendo exhaustos a la vez, mientras un relámpago ilumina a Juan García, que se ha parado a dos metros de la cima del terraplén. Corona la cima levantando mucho los pies, como si fuese un niño chapoteando y cae de rodillas. Se quita el casco y levanta la cara embarrada hacia el cielo con los ojos cerrados. Ahora nadie, ni siquiera el cabo Peláez, le ve sonreír.

El soldado al que acaba de ayudar lo contempla, jadeando. Nunca se hubiera figurado que ese tipo tan delgado de ojos lobunos, que pasaba tan desapercibido, fuera así. Las condiciones eran imposibles: cansancio, agua, frio… una locura; pero ese manchego parece incluso que disfruta con aquello. Como un animal que sigue su instinto, libre.

Decían que aquello era demasiado duro para un pastor de la Mancha. Decían que no iba a aguantar. Que aquello estaba lleno de animales, que se lo iban a comer. Juan García recuerda a su tío –su único familiar- decir “Si mi sobrino cree que puede, yo estoy de acuerdo”. Y después se dio cuenta que aquella mili supuestamente dura consistía en correr con buen calzado, bien alimentado. ¿Esto es la mili? Incluso la climatología parece que lo bendecía. Para un manchego ver llover así era un milagro. En su cortijo aprendió de su abuelo a descubrirse cuando llovía, para bendecirse con el regalo más preciado. Usar paraguas o sombrero eran cosas de señoritos desagradecidos. En una tierra en la que no llovía nunca ese hombre, al contrario, levantaba la cara al cielo y gritaba “Agua, coño”, desafiando a Dios a ver si tenía arrestos a ahogarlos a todos. Porque toda el agua del mundo nunca sería suficiente para saciar la sequía perpetua de su tierra, la de su genética.

 

Foto: youtube.com