Hoy toca hablar sobre modelos de educación. Leí recientemente un artículo que básicamente decía que hemos enloquecido en lo que se refiere a enseñar de todo y de forma guay a nuestros hijos y alumnos. Que nos hemos apuntado a ser los primeros en innovación docente y hemos regado de actividades extraescolares sobre economía planetaria, física cuántica, doma clásica y mil pijadas más, lo que deberían ser las tranquilas tardes y algunas veces aburridas –sí, he dicho aburridas-, de los alumnos de primaria. Vamos, que se nos ha ido la olla. Que los estamos convirtiendo en máquinas de asentir, con la vida planificada por otros. Autómatas con el único fin en la vida de seguir un horario y sacar buenas notas en la optativa “masterchef special”, que vale lo mismo que matemáticas o filosofía. Efectivamente, se nos ha ido la olla.
Lo primero, es mala cosa formar mentes cuadriculadas con todo planificado. Que el día que acaba su cronograma, cuando acaban la universidad o los estudios, se sientan a esperar que les sigan diciendo lo que hay que hacer – es la costumbre-, y como mucho miran raro hacia afuera desde el umbral de la puerta de la calle. Educamos sin sembrar la semilla de la transgresión, de la duda razonable. La duda científica. Decía Ortega y Gasset que “cuando enseñes, enseña a la vez a dudar de lo que enseñas”. Ese es el camino. Los chicos tienen que interaccionar con otros para que se establezca esa dinámica de grupos y de roles que permitirá avanzar en una sociedad no cibernética, real. Que el que tenga gafas tendrá que aprender que no todo el mundo es perfecto, que ser gordo no va contra las normas sagradas de los videojuegos, que existe otro mundo fuera de lo que dictan los influencers. Que a veces toca aguantarse con lo que uno tiene, y luchar y perseverar desde esa posición exigiendo respeto y respetando a los demás. Porque seguro que siempre habrá gente diferente como nosotros. De eso se trata. No eliminar la competitividad creando un mundito perfecto en el que todos somos borregos idénticos. Sino ser capaz de competir con diferentes, pero luchando de forma noble cuanto toca, –a veces no, la vida te hace aprender esa importante diferencia-. Y hasta ser leal para valorar incluso a nuestros enemigos y respetarlos. Pensad en el futbol. Eso es, pues al revés.
Debería decir que la culpa es en parte de los padres y de los educadores, pero no es cierto. Si acaso, no por ser padres o educadores, sino por mantener a las cabezas pensantes de nuestro gran sistema educativo, por votarles. O por no botarlos, miren el diccionario de la RAE, que si tuviésemos el hábito de seguir las normas otro gallo nos cantaría. Los padres siempre van a querer lo mejor para sus hijos, su afán no va a tener límite por el amor incondicional. De hecho el freno lo deberían poner los hijos a medida que van madurando, como pasa en otras especies. Los educadores tampoco escatimarán tiempo por profesionalidad y por perseverar, quizás en la dirección equivocada que les indica el BOE o la comunidad autónoma desde su castillo de cristal. Eso no va a cambiar, ni debe. Los que deben cambiar son los que han diseñado este galimatías, los que han convertido la educación en arma política, como tantas otras cosas. A los que les da igual la educación, la ciencia, las artes, la filosofía. Las cicatrices y arrugas que nos han dejado en la cultura iberos, celtas, romanos, árabes, con un legado que nos hace únicos y peculiares. Algo de lo que no se puede renegar por lo que dice un sondeo de intención de voto o por 5000 likes. Nuestro sistema educativo ha sido diseñado primero por políticos, luego por gente de derecho, luego reformado por pedagogos fumados que han estudiado en el extranjero o por fontaneros que han hecho mucho por trepar en la administración. Curiosamente los hijos de todos ellos estudian en colegios privados o en el extranjero, no sea que tengan que ser responsables de sus actos. Nos han convertido a los profesores no en docentes, sino en entretenedores de los alumnos durante las horas lectivas. Menos entretener y más aprender, así de sencillo.
Y lo peor de todo es que a nadie se le ha ocurrido la feliz idea de preguntar a un maestro, a un profesor de a pie, de los de infantería. A los que curran día a día. Ayer opinaba en esta barricada que si las mujeres dominasen el mundo no habría guerras, porque nadie mandaría a sus hijos a morir. Opino lo mismo de los docentes. Por no escucharles estamos como estamos. Pues agarraos que vienen curvas, que lo peor está por llegar. Tenemos madurando carne fresca, un enorme mercado para los vendedores de basura para borregos a una escala que no somos capaces de imaginar. Eso sí, nos envolvemos el cuerpo entero en papel de fumar, por si acaso, por lo políticamente correcto, por lo megaguay, que los responsables son otros: la sociedad, el sistema…todos menos yo.
Mirad hacia atrás y pensad si nos ha merecido la pena haber cambiado tanto –digo tanto, no el hecho necesario de haber cambiado-, radicalmente del uno al otro extremo del péndulo. Predico con dos ejemplos que hoy serían motivo de cárcel: El de mi amigo Javi, que entendía todo de pequeño pero no arrancaba a hablar con tres años. Hasta que los amigos de su padre le dieron a escondidas una cerveza y milagrosamente se le soltó la lengua de forma automática. Y hasta hoy oiga, tremendamente locuaz y vivaracho. Si esto ocurre ahora, todos a la cárcel antes de abrir la botella y él con autismo profundo. Mi caso es todavía peor. Con los mismos años mis padres me llevan por primera vez a un bar –el bar del Botas, en mi pueblo- y me preguntan que qué quiero. Yo le contesto al camarero que “lo de siempre”. Mis padres se ríen de la gracia pero contemplan con estupor cómo el Botas me pone diligentemente un vaso de chato con un poquito de vermut y mucha gaseosa. Con una tapa de corteza de cerdo, como siempre. La culpa era de mi abuelo, que me había habituado como podéis sospechar a la mayor red social: los bares. O dicho de otro modo, que ya chateaba antes de que hubiera internet. Reflexionad desde la perspectiva, jurisprudencia o el meapilismo actual sobre un ambiente para un niño con alcohol y tabaco. Con juego, el pernicioso y adictivo truque o giley, con sonoros golpes de nudillos y fuertes voces al dejar las cartas sobre la mesa. Nada comparable al póquer megapijo que anuncian héroes tatuados que jamás han ido a vendimiar. Con tapas con colesterol, palillos sin enfundar y hasta creo recordar que una banderilla de toro colgada en la pared. Vamos, el infierno. Estos delitos han prescrito, pero tampoco pienso que nos hayan limitado demasiado en la vida, ni tengamos ningún trauma -¿Verdad, Javi?-. De momento no me tiembla el pulso para escribir. Si acaso ya os contaré después de la oposición para Catedrático. Por cierto, brindaré por vosotros y por ellos con vermut, sin gaseosa que me da gases. Y a ver si encuentro una bolsa de cortezas ibéricas, que me ha dado hambre…
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