sábado, 20 de abril

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Barricada Cultural

 

Cuatro películas... Pas de deux (I)

por Alicia Noci Pérez

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Inicio esta semana una serie dedicada a uno de mis universos favoritos: el ballet.

Expresión artística que, a pesar de que probablemente nació a la par que la música, llegó un momento en que quedó retrasada con respecto a ella fundamentalmente a partir de la Edad Media, en gran medida debido a que la moral cristiana iba a atribuir a la danza unas connotaciones sexuales que hacían prohibir este tipo de manifestaciones. No es que se dejara de bailar, claro, pero la brecha que se abrió entre la danza de corte y la danza popular ralentizó su enriquecimiento.

Será sobre todo en la Francia del siglo XVI donde comience a tomar forma lo que se conoce hoy en día con ese término de ballet, si bien su aparición en un escenario la haría de la mano de la ópera ya en el siglo XVII; en ellas se incluían bailarines profesionales y pasos más complejos y atléticos.

Y así llegó a mediados del XVIII, cuando se independizará definitivamente del género operístico. El estilo romántico de la primera mitad del siglo XIX. Los ballets propiamente clásicos de la segunda mitad de ese siglo (ya saben, los más que conocidos y reconocibles “La bella durmiente”, “Cascanueces” o “El lago de los cisnes”).

La primera mitad del XX, que supondrá una revolución; más que una impresionante demostración técnica, se busca crear una atmósfera combinando baile, música y escenografía, una danza más expresiva, cuerpos de baile que ya no se mueven al unísono, con personajes masculinos que no serán el mero soporte de las bailarinas, sino que verán desarrollados sus personajes y sus coreografías. Y la segunda del siglo XX en que se utilizan temas muy diversos, vestuario poco convencional, coreografías más libres.

Por tanto, bailar es sin duda una manifestación que ha acompañado al ser humano desde el principio de su especie, que ha derivado en numerosas fórmulas, pero que tiene en el ballet una de las más elocuentes, no sólo para quien baila, también para el espectador, que se verá envuelto por la música sublimada mediante una expresión corporal apabullante, ya sea mediante esas aparentemente frágiles danzas o esas otras mucho más atléticas de la danza contemporánea. Bueno, ya les digo que me encanta, no sé si se ha notado mucho.

Pero, a pesar de lo maravilloso que me parezca aquello del ballet, nos ha traído aquí otra de las estupendas artes creadas por el ser humano, el cine. Y la película con la que iniciamos este recorrido, sobre las puntas de nuestros pies, es “Las zapatillas rojas”, un film de 1948 que nos muestra este mundo desde el otro lado: la creatividad, el enorme trabajo y la lucha por conseguir el éxito, las mieles de haberlo alcanzado, la competitividad, la organización de una compañía, la influencia en las vidas personales de todos los que la integran... Escrita, dirigida y producida por “The Archers”, un equipo formado por Michael Powell y Emeric Pressburger, contó como actores con algunas de las más importantes figuras del ballet de la época, como es el caso de su protagonista, Moira Shearer, que será la incansable Victoria Page, la bailarina en busca de una oportunidad; Robert Helpman, actor, bailarín y coreógrafo, que, además de interpretar a Ivan Boleslawsky, primer bailarín de la compañía, realizaría la coreografía para el film; Léonide Massine, también coreógrafo ruso y bailarín, interpreta a Grischa Ljubov, coreógrafo de la compañía, que creó los pasos para su personaje del zapatero en ese ballet de “Las zapatillas rojas” dentro de la película; y Ludmilla Tcherina, la más joven bailarina en la historia de la danza, que hizo de Irina Boronskaja, la primera bailarina que abandona la compañía por casarse, dejando con ello el camino libre a Victoria.

Pero, aparte de todos los bailarines, el gran protagonista de esta historia es el dueño de la compañía, Boris Lermontov (interpretado por Anton Walbrook). Él es el alma que da vida a este grupo, el que los organiza, los mantiene unidos, el que actualiza ballets e imagina otros y busca quien les componga la música y les coreografíe los pasos.

Este largometraje parece tener dos inspiraciones, por un lado la del ballet, que se basa en el cuento “Las zapatillas rojas” de Hans Christian Andersen, y por otro, aunque de una forma un tanto tangencial, en la historia de Sergei Diaghilev y la bailarina británica Diana Gould.

Cuando Diana tenía trece años asistía a clases de ballet con Marie Rambert, bailarina y profesora de gran influencia en la danza británica. Allí la descubrió Diaghilev y tanto potencial le vio que quiso contar con ella, pero murió antes de poder contratarla. Años después, se casaría con el violinista y director de orquesta Yehudi Menuhin y abandonaría el ballet para apoyar su carrera. Si conocen la película o deciden verla ahora comprobarán que es algo similar a la historia de Vicky Page.

Decíamos antes que Lermontov está inspirado por la figura de Diaghilev, sin duda uno de los grandes revolucionarios de la danza. Entró a formar parte del grupo Mir Iskusstra (El mundo del arte), compuesto por jóvenes artistas e intelectuales con el objetivo de conseguir que Rusia conociera el estado del arte en el resto de Europa, en el que incluían las artes escénicas.

En 1899 el príncipe Wolkonsky asumió la dirección de los teatros imperiales y se interesó por las ideas de cambio de estos jóvenes, lo que les permitió un gran impulso. En 1905, Diaghilev, ya líder del grupo, consigue que se embarquen en la empresa de dar a conocer ahora el arte ruso a Europa y, tras recopilar abundantes obras por todo el país, organizan una exposición en París que resulta un éxito, por lo que deciden mostrar también la gloria de la escena rusa.

Ya en 1909 se prepara la ópera “El príncipe Igor”, de Borodin, para estrenarla en el Teatro de l’Opéra, pero no salió y sólo consiguieron el Teatro Châtelet, donde Diaghilev se niega a estrenar esta obra. Sin embargo, no desaprovecha la ocasión. Dentro de la ópera se incluyen las “Danzas Polovtsianas” coreografiadas por Fokine, también con ideas muy revolucionarias, junto con algunas otras obras suyas. Pues optó por mostrar el arte de los Ballets Rusos, que así empezó a denominarse la compañía. Consiguió como bailarines a Anna Pavlova, Nijinsky o Tamara Karsavina, entre otros. Redecoró el teatro con sedas y flores. Y encargó los carteles a Jean Cocteau. Mezclando piezas más clásicas (“Les sylphides”) con el novedoso exotismo de las Danzas. Todo un éxito que le llevará a continuar varias temporadas con un esquema similar. Con las coreografías de Fokine o del mismo Nijinsky. Con música de Rimsky-Korsakov o Stravinsky. Con diseñadores de vestuario como Léon Bakst. Con diseñadores de escenografía como Picasso. Ya no era sólo bailar, era todo un conjunto de danza, música y escenografía. Y además con un concepto muy vanguardista tanto en música, como en expresividad en la danza, como en trajes donde el tutú dejó de ser el protagonista o en escenarios de un colorido que llamaba la atención. Resultado de todo eso fueron obras como “Scheherezade”, “El pájaro de fuego” o “La consagración de la primavera”, tan innovadora que su estreno acabó en una batalla campal entre los asistentes.

Pues en la película de hoy, Lermontov sigue un poco esquemas parecidos. Busca esa unión de todos los elementos, descubre figuras en todos los ámbitos, recrea obras clásicas al tiempo que promociona la creación de otras nuevas, se utiliza una escenografía que resultó novedosa en el cine de entonces. Es el ballet como la finalidad de todo y por eso la elección del cuento de Andersen tiene mucho sentido.

Lermontov pregunta a Vicky por qué quiere bailar y ella, a su vez, le pregunta por qué quiere vivir, a lo que contesta “no sé, es un imperativo”. “Ésa es también mi respuesta”, dice ella.