El 23 de mayo de 1618 unos calvinistas exaltados arrojaron por la ventana del castillo de Praga a dos emisarios del Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Fernando II. Diecisiete metros de caída que no obstante no acabaron con la vida de esos hombres, al caer éstos sobre una montaña de estiércol acumulado en el foso del castillo. Malheridos, lograron escapar y comunicar el suceso. Este fue el detonante de una guerra que duró treinta años, asoló Europa central y causó aproximadamente unos ocho millones de muertos, implicó a todas las grandes potencias y alteró per secula seculorum el futuro de Europa, en especial el de España, que cedió su papel hegemónico a Francia. Fernando II quería imponer la religión católica a sus estados, alterando de este modo el acuerdo alcanzado en 1555 entre el emperador Carlos V y los príncipes protestantes rebeldes. Invadió Bohemia, derrotó a Federico V en la batalla de Montaña Blanca y conquistó Praga. A partir de ahí, la guerra, con Cristián IV de Dinamarca y Gustavo Adolfo II de Suecia metiéndose en el lío del montepío. Saqueos y violaciones por los dos bandos hasta la decisiva batalla de Lützen (1632) en donde la temeridad de Gustavo Adolfo le perdió ante el general Wallenstein. Pareciera que la paz iba a firmarse, cuando Francia consideró que había llegado su hora y en 1635 declaró la guerra a España, pactando tres años más tarde con Suecia para atacar al imperio y a los Austrias españoles. Un país católico como Francia aliado con de los protestantes, hummm. La demostración palpable de que la guerra no era de religión, sino de hegemonía. La cosa terminó con la firma de dos tratados: el de Westfalia (1648), que afectó al imperio y la Paz de los Pirineos (1658), que lo hizo con España.
En la actualidad, y desde hace unos años, en Europa se dirimen las diferencias a través de un Festival de música, Eurovisión, que alguna vez fue grande de verdad, y hoy en día es terreno abonado para el frikismo que asola nuestra sociedad. Ayer se celebró en Lisboa la última edición. Pareciera que la cosa se iba a enderezar cuando el año pasado ganó el portugués Salvador Sobral con una bellísima canción, interpretada como sólo en idioma portugués puede hacerse. Ayer volvió a cantarla en compañía de un grande de verdad, Caetano Veloso, y fue lo mejor de la noche. El resto, para olvidar. Esta edición ha sido ganada por una especie de rorcual aliblanca con moñitos y vestida de manga que competía por Israel y cantaba una parida imposible haciendo gestos de gallina elefantiásica. Impresionante. La gente, esa a la que se refiere Podemos, la votó. Horror. A su lado, la representación española, Cole Porter. Los daneses se disfrazaron de vikingos. ¿Se imaginan a un cantante español vestido de torero? Pues eso es lo que hay.
Así las cosas, les recomiendo a Uds. La extraordinaria historia de Alejandro de Farnesio, de Luis de Carlos, que publica Crítica. Un necesaria biografía de una de las figuras claves durante el imperio de Felipe II y en la configuración de las fronteras europeas, del epítome del esplendor de nuestro gran imperio. Hombre de estirpe de papas y emperadores, fiel a sus ideales y al referido monarca, es un personaje relegado a páginas menores de nuestra historia. Yace en una impresionante tumba en la basílica de Santa María della Steccata en Parma. Solo una palabra en grandes caracteres, con la carga de los héroes de leyenda: “Alexander”.
Y como la cosa va de héroes, la recomendación vinícola de la semana viene referida a un vino producto de eso que se ha dado en llamar viticultura heroica o de montaña, que en nuestro país tiene tres denominaciones de origen: Rbeira Sacra, Priorat y Cangas. El Vitheras Lucía, un rosado elaborado por bodegas Vitheras (Viticultores Heroicos Asturianos) en la zona de Cangas de Narcea. Elaborado con albarín negro, Mencía y verdejo negro, es una maravillosa curiosidad, muy fresco, fragante y floral y con una boca potente pero sedosa por trece euros.
Sigan con salud.
Foto: unapicaenflandes.es