miercoles, 28 de mayo

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Barricada Cultural

 

Tres banderas, una patria

por Ignacio Gracia

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Juan Hernández luchó en la guerra civil en el bando republicano. Batalla del Ebro. Después de sobrevivir a eso pudo ver cómo se desmoronaba su mundo. Estuvo presente en la entrega de la bandera de los brigadistas del Batallón Lincoln. Era impresionante ver las lágrimas que derramaron aquellos hombres recios por un pedazo de tela antes de regresar al otro lado del mundo. Todos miraban atrás cuando partió su barco, con una pena en el alma que sólo se siente por la pérdida de la propia patria. El resto del camino de Juan fue muy duro. Deportado a Francia e internado en un campo de concentración por los supuestos amigos, escapó y se enroló en la incipiente resistencia que acabaría bajo las órdenes de Gaulle y Patton. Apresado e internado en Mauthausen, fue liberado posteriormente y tuvo que permanecer durmiendo en los mismos barracones en los que estuvo preso durante mucho tiempo. No pudo volver a su patria porque nadie, ni enemigos ni amigos, quisieron reconocer sus sacrificios. Nunca renegó de su país a pesar del trato que le dieron.

Tomás Hernández, su hermano, tuvo que enrolarse en la División Azul para lavar el honor de la familia, para limpiar sus antecedentes, como García Berlanga y tantos otros. Luchó por una bandera que en principio no era la suya, pero rodeado de buenos amigos pronto olvidó el detalle de la tercera franja y aprendió a amarla porque representaba la lejana patria por la que muchos murieron aquellos días cerca de Stalingrado. Era muy querido por sus compañeros. Fue uno de los 32 hombres de la compañía de esquiadores designados para socorrer a una división alemana cerca del rio Volchov, para lo cual tuvieron que atravesar un lago helado a 50 bajo cero, con la mala fortuna de toparse de bruces con el avance del frente ruso. En el último comunicado su capitán informa por radio que están casi todos heridos, pero que van a resistir hasta el final. Cuando el grueso de la División Azul llega a ese punto comprueban con horror que han sido brutalmente asesinados, clavados al suelo con picos de los que utilizaban los soviéticos para romper el hielo. Allí estaban los 32, ninguno abandonó. Tomás murió defendiendo una bandera que acabó amando. Cuando uno de sus mejores amigos del frente, -este sí enrolado por afinidad ideológica al bando nacional-, descubrió el cadáver de Tomás, blasfemó mirando al cielo y acarició su bayoneta con una sonrisa de hielo en los labios. Lo que pasó a continuación forma parte de la leyenda negra de la segunda guerra mundial. La venganza fue brutal. El contrataque español pilla por sorpresa a los rusos y casi sin bajas propias causa una carnicería que escandaliza a los propios SS. Salieron a vengar el asesinato de sus camaradas sonriendo de una manera feroz, causando casi mil muertos rusos. «Nos metimos en sus trincheras y los sacamos a bayonetazos. Después corrieron sobre la nieve gritando «Vojna kaputt» [la guerra se acabó] y los abatimos a placer. Primero uno, luego otro. Sin prisioneros. Sin supervivientes. Y nosotros a lo nuestro. Muchos muertos, deformados por los culatazos, eran una mezcla de hueso y carne. En sus bolsillos llevaban los objetos que habían robado a los españoles». A partir de aquel día los soldados alemanes respetaron a los españoles de una forma diferente. Envidiaban la saña con la que combatieron aquellos españoles porque en su fuero interno dudaban de que sus propios compañeros fueran capaces, llegado el caso, de hacer lo mismo por ellos, o por su propia bandera alemana.

Pedro Fernández es un mulato que vive en la Habana. Tiene unos ojos verdes que delatan un origen no caribeño. Pedro sabe que desciende de un español –un gallego, como dicen ellos- que tuvo una relación con su abuela antes de regresar a España. Pedro nunca conoció a su abuelo, y bromea con la posibilidad que fuese un rico potentado que murió sin descendencia. Quizás sea incluso marqués, especula mientras abre otra botella de ron y tira un poco al suelo “para los santos”. Lo triste es que si su abuelo lo hubiera reconocido -no sabe si conocía el embarazo de su abuela cuando regresó-, podría solicitar la nacionalidad española. A pesar del fervor nacional cubano que lo invade todo, Pedro siempre ha sentido unos lazos invisibles que lo unen a la madre patria, y de alguna forma la siente como suya. Y es extraño, en un personaje que es un experto superviviente, que se mantiene a flote entre fervores revolucionarios y necesidades prácticas para perdurar, haciendo lo que sea menester para ello. Esto implica tener pocos credos, los ojos y los oídos abiertos para los negocios y para la policía. Esta experiencia le hace tener pocas creencias y pocos afectos reales por promesas políticas o por discursos patrióticos, pero el hecho es que siente un sincero afecto por una patria que no conoce y que siente como suya sin explicarse bien por qué.

Pedro no lo sabe, pero esta lucidez vital la ha heredado de su familia española. Hace unos años me dijo en su casa de la Habana la mayor verdad sobre banderas y patrias que jamás he escuchado. Tomábamos ron tranquilamente en su patio, y el viento cargado de humedad del malecón, hacía ondear la colada que acababa de tender su mujer. Se quedó mirando la ropa de sus hijos y me dijo: “¿Ves Ignacio? Te voy a decir que después de tantos discursos nunca me han engañado. Esta que está colgada es mi auténtica bandera. Tu país puede tener muchas, circunstanciales. Que no te engañen. Tu patria, al final, es tu familia. La gente que te quiere. La gente que te lleva y a la que llevas en el corazón, a la que defiendes. Por la que morirías.” El nieto de Tomás Hernández, aquel soldado de ojos verdes que luchó en el otro lado del mundo, siempre intuyó la mayor verdad que aprendió su abuelo a lo largo de su intensa vida.

 

Foto: infoderechocivil.es