jueves, 25 de abril

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Barricada Cultural

 

Tres bibliotecas

por Ignacio Gracia

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Hoy me gustaría homenajear muchas cosas, por eso quiero hablaros de tres bibliotecas. La primera es la de mi pueblo, en Santa Cruz de Mudela, Ciudad Real. Desde pequeño siempre me fascinó el silencio religioso de este espacio. El olor a libro, a polvo viejo, a sabiduría encuadernada. Un silencio que te permite pensar con claridad. Me fascinaban los enormes volúmenes de la enciclopedia Espasa, alineados como una serie de árboles perfectos. El lugar donde se almacenaba el saber, miles de vidas y miles de sueños ya vividos y posibles de compartir si te asomabas a la pequeña ventana que enmarcan sus páginas al abrirse. Hoy ha cambiado mucho, generalmente a mejor en gran parte por el empeño tenaz de su bibliotecaria, Mise, en fomentar la lectura a cualquier precio –cero generalmente- profesando un amor especial a los libros. Un amor demente que sólo entendemos los que todavía preferimos el papel al libro electrónico. Los que lo primero que hacemos al abrir un libro es olerlo y a veces sonreír como idiotas cuando encontramos una encuadernación adecuada. De ese tipo de amor están hechas las historias que encierran las bibliotecas. No sé si seremos una especie en extinción, pero si alguna vez acaba esta locura por la lectura será la señal de nuestro final como especie. Cuando todo funcione con el icono del “play” de las tablets los humanos simplemente no seremos necesarios.

Otra biblioteca que me fascina es la del Casino de Madrid en la calle Alcalá, una de las más bonitas que he visto en mi vida. Una joya dentro de otra joya, el Casino, un símbolo de la libertad de expresión, de la tertulia que tanto escasea hoy en día y que permite exponer ideas, contrastarlas con otras diferentes en torno a una mesa. Darse cuenta que no existen verdades extremas y aprender unos de otros en vez de matarse a cabezazos. Un antídoto para las guerras, una amenaza para los políticos. Y para los osados la transgresión más revolucionaria: la cultura. Ese espacio y su tertulia dirigida por el quijotesco Amador García-Carrasco, voraz lector y escritor, bien merecen un artículo específico que podréis leer otro jueves si me seguís soportando.

La tercera biblioteca no es ella, sino él. Se llama Sotero Marín, y es un paisano de noventa años que escribe coplillas y poesías sobre tiempos pasados e historias tan fantásticas que parecen inventadas. Fue gañán, empezó tarde a escribir, pero transmite fielmente historias que son nuestro pasado y nuestro presente. Su escuela de la niñez fue su abuelo, que le enseñó a escribir en un cuaderno que se llamaba “Rayas”. A los 18 fue a la escuela nocturna para saber escribir una carta, y aprendió con tanta avidez que hoy redacta escritos que han merecido premios provinciales. Son relatos no digitales, escritos con esfuerzo, con la convicción de que sólo se debe relatar aquello que merezca la pena contarse, toda una lección de humildad hoy en día.

Esas historias están llenas de olores, de soles cegadores, de tardes interminables, de amigos, de tiempos de solaz. Bodas en segundas nupcias con cencerradas y modestos convites de chocolate con tortas. Toques a tránsito y hombres contratados para llorar en los entierros de primera, los “llorones”. Niños que trabajaban a muy temprana edad surfeando de sol a sol en las eras, los “trillaores”. Gachas de harina de guijas para el almuerzo. Segadores armados de hoces de La Solana. Partos en la propia casa ayudados por abuelas, vecinas o comadronas. Herradores, modistas, trabajos que se heredaban de padres a hijos con el afán de hacer las cosas como Dios manda, porque se hacían para siempre. Casas con un amplio espacio trasero para el corral, dedicado a la cría de gallinas, conejos y cerdos. Jamones salados en montañas blancas. En los primeros fríos del invierno, mejor si hiela, la fiesta de matanza donde se comían migas con torreznos después que el veterinario analizara la “chichota”. Igualas pagadas para un número de servicios de afeitados porque no había maquinillas eléctricas... En definitiva los escritos están llenos de vida, de una verdad que estamos olvidando con la virtualización digital. Sotero es una de las escasas bibliotecas vivientes, pertenece a la estirpe en la que los elegidos contaban las historias al calor del fuego, aquellas en las que se transmitía el conocimiento de forma oral desde el principio de los tiempos. Las que nos permitieron crecer como especie. Y continúa escribiendo a sus 90 con un juicio tolerante pero fino, cabal y lúcido, una mirada inteligente e irónica como pocas. Transcribo literalmente –como la mayor parte de pinceladas de sus relatos que he citado-, lo que escribe en el programa de festejos de este año dedicado a los mayores:

Para los mayores:

Llegar a mayor es un éxito si se está en forma.

Yo me siento afortunado por haber llegado a los 90 años sin perder la alegría y seguir en la brecha.

La vejez hay que aceptarla, no se cura, se cuida.

Tómate la vida en serio pero no pierdas el buen humor.

 

Constituyan estas palabras, en parte suyas, un homenaje en vida -como deber ser-, a una de las grandes referencias culturales que he tenido. Hay que ser justos y honestos para reconocer a tiempo a los grandes; señor don, Sotero Marín.

 

Foto: Sotero Martín