Esta semana vamos a hacer unas vacaciones bastante diferentes a las dos anteriores. Es cuando uno quiere conocer un sitio y no encuentra compañeros de viaje, así que decide marcharse solo. Hay quien dice que es una experiencia por la que todos deberíamos pasar al menos una vez en la vida. Yo aún no me he decidido.
Quien sí que se decidió fue el personaje que interpreta Katharine Hepburn en la película de hoy: “Locuras de verano”, que dirigiera David Lean en 1955. Jane Hudson, que tal es el nombre de la protagonista, es una secretaria de dirección norteamericana que, tras varios años ahorrando, por fin puede hacer su viaje soñado a Venecia. Es una mujer independiente, soltera, parece que con una vida muy ordenada y que va a Italia con la idea de salir durante un tiempo de su rutina. Supongo que de ahí el título, por lo de las locuras, me refiero, aunque el original fuese simplemente “Summertime”.
Hasta ahí el planteamiento me parece genial. Ella realmente llega dispuesta a disfrutar de cada rincón y a llevárselo en su cámara, como buena turista. Sin embargo, de pronto pega un giro y comienza a sentirse melancólica por no tener una pareja. Entonces aparece Renato y deja de ser una turista y de estar melancólica. No entiendo la necesidad de mostrarla triste, está disfrutando de lo que está viviendo, lo cual no le habría impedido poder vivir también un amor, pero bueno.
Hay un par de escenas que, a mi entender, ponen de manifiesto esta transición: primero, cuando ella quiere hacer una foto a la tienda del vendedor de antigüedades que interpreta Rossano Brazzi y, absorta en buscar el mejor encuadre, cae a un canal. Creo que esto se identifica claramente con la obsesión por intentar llevarse a casa cada imagen que nos impacta. De hecho ella no se separa de su cámara desde el primer momento.
La segunda escena es cuando se encuentra una mañana más con Mauro, un niño que de alguna forma le sirve de guía, y él le pregunta por su cámara. Jane le responde que la ha olvidado. Ya ha hecho la transición.
Si les digo la verdad, creo que es lo mejor que le puede pasar, dejar de ser una turista en Venecia. A mí me encanta la fotografía, pero es muy difícil poder llevarse a casa lo que se siente en esta ciudad reflejado en una o en mil imágenes. Es mejor poner todos los sentidos, los recuerdos serán tan intensos...
También este cambio lo experimentará otro turista americano, el marido de una señora de la que no entiende que disfrute tanto ni que le guste hablar en italiano (o algo parecido). Él acaba igualmente enamorado de la ciudad.
Les voy a dar una buena noticia: no es necesario tener pareja ni sentir amor por nadie para disfrutar de este lugar que parece mágico, casi irreal. Es una ciudad de emociones, sean cuales sean las que ustedes lleven. Allí se multiplicarán por cuatro.
La llegada en tren, atravesando la laguna, ya resulta toda una experiencia. Al salir de la estación le parecerá, como a nuestra protagonista, que ha entrado en otro mundo. Se plantará directamente frente al Gran Canal. Si hace buen día, el sol brillará sobre el agua agitada por góndolas, lanchas, vaporettos que no dejan de cruzar. Dar una vuelta en cualquiera de ellos es imprescindible para poder echar un vistazo a los maravillosos edificios y palacios, sobre todo renacentistas, que se asoman a los canales.
Otro de los grandes momentos de la película, y del que puedo dar fe que es absolutamente real, es la llegada a la Plaza de San Marcos. Las calles son muy estrechas y, de pronto, al girar una esquina, se abre ante nuestros ojos un espacio inmenso, con la plaza a un lado, la basílica de San Marcos y el maravilloso Palacio Ducal al otro, al fondo el campanile y un embarcadero y, aún más al fondo, la iglesia de San Giorgio en su isla. Deja sin habla. En la película unas señoras le comentan a su guía “no cambien nada, absolutamente nada”. Pues eso.
San Marcos también ofrece las noches en sus cafés, escuchando la música de las orquestas que ponen los locales. La piel de gallina, oiga.
Venecia, además, son las islas que la rodean. La pareja visitará Burano, la isla del encaje de hilo y de las casitas de colores; por cierto, aquí hizo presa la censura española. Supongo que resultaba escandaloso irse a un hotel y compartir habitación con un hombre que no era tu marido. Lo que no sé es cómo no le metieron tijera a alguna que otra escena más que tampoco entraba dentro de los cánones de la decencia de la época. Quizás la historia perdía demasiado sentido.
Se habla, aunque no se ve, de Murano, ya saben, la del cristal, porque será una preciosa copa de un color rojo intenso la que permitirá iniciar la relación a los protagonistas.
Y, a pesar de que no se cita, les recomiendo el Lido, donde se celebra el festival de cine y en cuyas playas se colocan las típicas casetas.
Considero que la película es un poco estereotipada en varios aspectos (esos turistas “yankees” con tan poca idea de lo que es Europa, esa mujer de unos cuarenta años bastante desesperada por encontrar un amor, enormemente pudorosa, que se deja arrastrar por un italiano encantador, esos italianos ruidosos y caóticos...), pero la fotografía de Jack Hildyard no tiene parangón, claro que Venecia es una gran modelo; y las emociones que transmite no son tan intensas como vivirlas en directo, pero, en alguna forma, les emocionará.