Una lejana canción atraviesa la noche de verano en el Bósforo. Kavafis, desde la costa, presiente esa música natural: el sonido del alma de unos paisanos que se deslizan en un bote por el mar que ríe en cada ola. Por el dios risueño.
En su acomodada casa, Kavafis ofrece un té a un joven poeta pobre y reflexiona sobre su vida y el precio que está pagando por buscar seguridad en su trabajo de funcionario. Si no me entregas el tiempo completo de tu vida entera, no estaré ahí en esos pocos momentos que me dedicas a la salida de tu ridícula oficina, imagina que le echa en cara el gran Arte.
Su juventud se aleja, pero el viejo poeta cree que ha dejado su fruto. En el fondo, aquellos días se forjaban las imágenes de la poesía. Emanaban las Formas. Se gestaba el arte. El significado de todo lo vivido se descubre después, escribe. Con las palabras me haré una excelente coraza, me enfrentaré a los malvados sin temor.
He dado al Arte deseos no cumplidos, rostros, la borrosa memoria. Dejad que él me entregue la Forma de la Belleza. Mañana, otro día, años después serán escritos los versos que entonces tuvieron su principio. El envejecimiento de mi cuerpo y su apariencia son heridas de terrible puñal. A ti recurro, Poesía, pues algo sabes de remedios. Tentativas de envolver el dolor en la Palabra. Consuelos para no percibir la herida.
Sin embargo, a este viejo poeta le basta un puñado de poemas para mostrar a un alma fundida con la poesía. Y escribió el poema eterno, el que nos recuerda a todos el sentido, el que nos reconforta y nos desvela el secreto del viajero: no hallarás tales seres en tu ruta si alto es tu pensamiento y limpia la emoción de tu espíritu y tu cuerpo. Llegarás rico en saber y vida y comprenderás el significado de las Ítacas.