jueves, 25 de abril

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Barricada Cultural

 

Cuatro películas... Con una versión muda (IV)

por Alicia Noci Pérez

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En 1820 el doctor Mantell y su mujer, Mary Ann, encontraron unos grandes dientes incrustados en una piedra y, en sus alrededores, huesos de gran tamaño. Tras su análisis, llegaron a la conclusión de que estas piezas habían pertenecido a un reptil gigante que el doctor bautizó como “Iguanodón” (literalmente “diente de iguana”).

Poco después se descubrieron en Gran Bretaña otros restos igualmente gigantes que se atribuyeron a “Megalosaurus” (“lagarto grande”) así como a “Hyelosaurus” (“lagarto de los bosques”).

En 1841 un prestigioso científico conocido como sir Richard Owen acuñó el término “dinosaurios” (“lagartos terribles”) para definir a estos animales. Con ello se iniciaría una etapa de absoluta locura en busca de nuevos restos de estos colosos desaparecidos. Esta afición llevó a que en Londres se abriera en 1854, en el entonces recién levantado Crystal Palace Park, que se hizo para la Gran Exposición de 1851, una exposición (valga la redundancia) de los dinosaurios conocidos hasta entonces. Reproducciones de gran tamaño creadas por el zoólogo y escultor B.W. Hawkins.

Les cuento esto para que se sitúen en la época en que sir Arthur Conan Doyle publicó su novela “El mundo perdido” que, aunque no se lo crean, no tiene nada que ver con Sherlock Holmes. Hablamos del año 1912.

Les decía que no tiene ninguna relación con el famoso detective porque Conan Doyle escribió otro tipo de cosas, aunque haya pasado a la fama gracias a él (elemental, querido Watson), a pesar suyo, que deseaba que se le reconociera por otras cosas. Entre ellas, esta novela encuadrada en un género de aventuras, exploraciones y ciencia que ya en aquella época había “dado a luz” obras como “Las minas del rey Salomón”, de H. Rider Haggard o “Viaje al centro de la Tierra”, de Julio Verne.

Pues bien, una parte importante de la narración se la llevan precisamente estos dinosaurios que tan de moda estaban entonces (y no precisamente en la sección infantil, porque la Paleontología es una ciencia y no el merchandising de “Parque Jurásico”, aunque quizás gracias a ello habrá crecido el interés por apoyarla).

El autor se preocupará por buscar el mayor rigor científico posible al tiempo que conforma, como digo, una novela de aventuras, eso sí, al estilo británico de entonces, con un “tufillo” imperialista, colonialista, racista y machista en el sentido de que el único personaje femenino es Gladys, de la que está enamorado Ed Malone, un joven periodista que se embarca en esta aventura sólo para hacer algo valeroso que la anime a aceptar su proposición de matrimonio.

Lo cierto es que la novela resulta entretenida, pero si desea un punto de vista algo diferente al esquema que le acabo de referir puede acercarse a la adaptación al cine que rodó en 1925 Harry O. Hoyt. Y es que los americanos, conscientes de los elementos que convertían una película en un éxito, apuestan por el romance, e incluyen en la expedición una dulce a la par que decidida dama en busca de su padre, un explorador, y por los animales con capacidades sorprendentes, para lo que se incluye un inteligente monito, que aderezan las aventuras varias.

Destaca el curioso personaje del profesor Challenger (digo curioso porque es un tipo grande, fuerte, en forma y con un pronto digamos fuertecillo en contraposición a la idea tradicional del científico encerrado en su laboratorio; vamos, casi un poco el avance del arqueólogo aventurero que sería Indiana Jones); está interpretado por Wallace Beery, el socarrón Ricardo Corazón de León del “Robin Hood” de Fairbanks. Este personaje tuvo tanto éxito que originaría una serie de novelas protagonizadas por él.

Sin duda, la guinda de este pastel la pondrían los dinosaurios en movimiento que crearan Willis O’Brien, un pionero de los efectos especiales que llevó el stop-motion a niveles muy elevados, junto con Marcel Delgado, que realizaría las esculturas de estos gigantes. Entre ambos consiguieron unos efectos absolutamente magistrales, con un realismo sorprendente (fíjense, por ejemplo, en el brontosaurio atrapado en el barro). O’Brien sería posteriormente el creador de los efectos especiales de “King Kong” de 1933. Sin duda el final de “El mundo perdido” debió servir de entrenamiento para el final de “King Kong”, ya que guarda bastantes similitudes.

Pero ya saben que esta serie trata de versiones, así que es probable que ustedes se estén preguntando de cuál es ésta la versión muda. Bueno, pues en 1960 volvió a realizarse una adaptación cinematográfica de la novela de Conan Doyle que, sinceramente, no les animo a ver. A mí me pareció una película de ésas que se ponen en televisión a las 13h de la mañana de un sábado para rellenar. Poca calidad, efectos especiales que dan un poco de vergüenza ajena...

Es verdad que ya sólo la enorme perfección del film mudo justificaría incluirla en esta serie, pero creo que también es justo enlazarla con toda la saga de “Parque Jurásico” de Spielberg, en la que, por cierto, una de ellas lleva también el título de “El mundo perdido”, concretamente la que se rodó en 1997, basada en otra novela, ahora de Michael Crichton (a mí personalmente me gusta más la primera que escribió, la igualmente titulada “Parque Jurásico”, por lo original de su argumento). De hecho, el final ocurrido en un entorno urbano es una especie de homenaje a la película protagonista de hoy. Evidentemente, los efectos habían avanzado mucho por aquel entonces y ya se recurría a las posibilidades digitales, aunque todavía se usaba de la fabricación de figuras animadas. Magníficos sin duda (“Parque Jurásico” ganaría en 1994 el Oscar a los efectos visuales), sin embargo no hacen palidecer en absoluto el trabajo de O’Brien. La única diferencia es que los de ahora asustan más; claro, a nosotros, porque muchos de los espectadores de entonces creyeron que eran reales.