sábado, 27 de abril

Ciudad Real

Visita nuestra página en Facebook Síguenos en Twitter Síguenos en Instagram Síguenos en YouTube
Buscar
Logotipo de Ciudad Real Digital

Barricada Cultural

 

Mejores que las personas

por Ignacio Gracia

Imprimir noticia

Me despierta un ruido un poco molesto en el patio contiguo al dormitorio, que enseguida identifico como un pájaro piando de forma incesante. Cuando acabo de despertarme y me asomo por la ventana descubro la urgencia de la llamada: es un hijo que acaba de saltar del nido y no es capaz de regresar a la cornisa del edificio. La grandeza de lo que veo es que acude la madre enseguida, y después de comprobar que todavía no vuela del todo, lo empieza a alimentar, como tantas madres de otras especies que continúan con esa labor después de que sus vástagos hayan abandonado el nido. El padre también revolotea y ayuda en la faena, teniendo en cuenta que tienen que repartirse igualitariamente la tarea de buscar comida y alimentar, además, las otras bocas del nido de arriba.

Valoro con preocupación las posibilidades del pajarillo. Por el tono de la llamada se le ve fuerte y espabilado. Planea un poco y parece ágil. Con suerte en un par de días recupera las fuerzas y es capaz de conseguirlo si se mantiene a salvo de los depredadores. El toldo del patio lo protege del sol, quizás lo consiga. Sus padres, sobre todo la madre, no ceja en el empeño. Se siente protegido, pía como si estuviera en su nido porque tiene a sus padres cerca, aunque no sé si es conveniente delatarse de esa forma a ras de suelo. Grabo un vídeo furtivo desde lejos donde se ve a la madre alimentarlo mientras él aletea de felicidad. Estas actitudes me devuelven la confianza en la vida. Tomo partido a su favor. Sé que no debo atraparlo para alimentarlo, porque su madre lo va a aborrecer. Tiene que ser por su cuenta. Vamos.

Esto me recuerda otros episodios extraordinarios protagonizados por animales de los que he sido testigo a lo largo de mi vida, que demuestran que suelen ser mejores que las personas. Recuerdo a una paloma quedarse encerrada dentro de la alambrada que protegía el hueco de una ventana alta en una iglesia de mi pueblo. La paloma falleció de inanición a los pocos días por no ser capaz de salir de la trampa, pero estuvo todo el tiempo acompañada de su pareja que no la abandonaba en el exterior. Lo extraordinario fue que tampoco lo hizo después de muerta, y que pereció a su lado al poco tiempo.

Como ejemplo de coraje recuerdo la forma en la que delante de mí una pequeña gata atacó a un perro enorme que se atrevió a acercarse demasiado a su camada. O el gesto heroico de una iguana que conmovió a Hemingway en su casa de la Habana, porque se enfrentó con bravura a dos de sus perros que la acorralaron, defendiendo cara su vida. Cada animal la superaba más de cuarenta veces en peso, pero la forma como luchó sabiendo de antemano que iba a perder, hizo que el viejo escritor la conservara en formol en un frasco de cristal enfrente de su legendaria máquina de escribir Underwood. Yo vi esa iguana, y os aseguro que era pequeña.

El día siguiente el pájaro sigue piando, y los padres se mantienen al pie del cañón. Le saco una bandeja con agua y se asusta, se mueve ágil y aletea un poco. Vamos amigo, te falta poco.

Recuerdo que me decía mi abuela que el animal más inteligente y limpio que tuvo nunca era una gata siamesa, Pelusa. Cuando vio que iba a morir, le entraron ganas de vomitar y se acurrucó en el recogedor para no manchar el suelo. Como la historia de otra gata, Tara. El cuento de un bar de mi pueblo frecuentado por viejos que adoptan durante un crudo invierno manchego a una gata siamesa embaraza, con una barriga enorme, y la pasan al calor de la estufa para cuidarla un poco. La gata se acercaba al calor, pero no demasiado, elegantemente, para no molestar a la clientela ni al dueño del establecimiento. A lo largo del invierno los viejos y el camarero se encariñan del animal. Se convierte en un aliciente al final de su paseo vespertino. A la hora del parto tiene demasiados cachorros para ser amamantados. El dueño del bar pasa un mal trago al tener que seleccionar entre ellos. Algunos se reparten entre los parroquianos y nos trajimos una gata blanca con manchas negras y ojos azul celeste, Tara.

Cuando se despertaba lo primero que Tara hacía era acicalarse y acicalar la cara de mi madre con lengüetazos amorosos. Le gustaba asomarse a la pared que separaba nuestra casa de la de los vecinos porque así desquiciaba a sus perros que no alcanzaban su posición elevada. Un día el vecino apuntó con pericia la goma de riego hacia Tara con tanta mala leche que cayó al lado de sus fieras. La mataron después de jugar un rato con ella, sin prestar atención a la comida que les tirábamos desde la pared por si querían cambiar de menú. Es la naturaleza de los animales. Y la de su dueño.

Estos dos últimos días no he visto al pájaro en el patio. No sé qué ha pasado con él, si ha tenido suerte y lo ha conseguido. Escucho piar en el nido de arriba de forma similar a aquella insidiosa forma de reclamar atención a la que ya me había acostumbrado. Es parecida, pero no soy capaz de distinguir su voz entre otros polluelos. Me gustaría. Prefiero pensar que lo consiguió.

Al final todas estas actitudes animales me tranquilizan. Porque quizás al final de todo la naturaleza es sabia. Estoy seguro que cuando nos extingamos matándonos a cabezazos o de cualquier otra manera, habrá otra especie que heredará este planeta que será mucho más justa y noble que nosotros los humanos. No tengo la menor duda.